lunes, 2 de octubre de 2017

¡Qué viene el lobo, qué viene el lobo! -Y el lobo vino-

Hay días que no está uno para nada, que la realidad te sobrepasa y pareciera que el sinsentido se apodera de las cosas. Sientes que los sentimientos –propios y ajenos- se imponen al sentido común, al análisis ponderado de los datos. Las vías de diálogo se encallan, se enconan hasta convertir el ambiente en un humo espeso, irrespirable. Una espiral que parece no tener fin y que, de un modo u otro, sabes que afectará a miles de personas.

Hay días en que no está uno para nada; días en los que uno tiene la sensación de que ya no puedes confiar en nadie –o en muy pocos-. Días en los que tienes la certeza de la manipulación que priva en los medios de comunicación, la banalidad de las redes sociales, la demagogia oculta en un aparentemente inocente “twit” de 144 caracteres y se apoderan de los grandes conceptos.

Quizás, también pudieran ser cosas mías que me da por pensar que pienso.

Cuando tal me ocurre suelo refugiarme en viejas lecturas; una forma como cualquier otra como pretender volver al origen, desandar el camino andado y reiniciar (“reinicializar” dicen los informáticos), paso a paso, la senda, buscando dónde estuvieron los errores, con la ingenua intención de no volver a caer en ellos.


Hoy he vuelto a releer a Gabriel Celaya. No creo que haya sido por casualidad.




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