lunes, 6 de abril de 2020

Mar de Argónida (Aurora Luque

“No estuve nunca allí, dijiste,
nunca regresaré de aquella Atlántida”.
O estuve desde siempre. Navegarte más tarde
fue la duplicación de una existencia
jubilosa y absorta, previvida,
no sé qué transfusión
de salmo, sueño, sangre de aventura,
de olores subsumidos, deseos encriptados
en no sé qué vehículos del cuerpo.
Los mitos nos enseñan, Medusa, a habitar mares.
Tengo una casa, pero tengo los mares
cuando amo los mitos.
El cieno murmurante bajo el cauce, armazones de redes
clandestinas, diálogos de aves
puras e incandescentes, las arenas absueltas,
libres de orografías y echadas a volar,
a nadar onduladas como carne de ninfas.
Oh, sí, qué vivas siguen
las diosas de las aguas. Todas las extensiones del misterio
las prodigan los vientos oceánicos
o esa cuna de sombras y abismo que se mece
en cada ola cobalto de la tarde.
Las fábulas fascinan porque eligen un barco,
zarpan de puertos viejos, merodean marismas,
escuchan gritos hondos, roban música al mar.
Los limbos de los monstruos,
las cabezas de múltiples Orfeos,
la memoria errabunda de los náufragos,
las criaturas azules nunca vistas,
la locura del hombre mitad isla perdida:
fruta extraña del mar, droga insondable.
—Medusa, qué corales nacieron de la sangre
de tu pelo reptil, de la cólera roja de saberte
moribunda y vencida. Medusa, es hora ya
de anular tu mirada de piedra, tus serpientes.
Desencriptar la fábula que hundieron en el fondo,
robar contigo música del mar.
Y aquí, después del canto,
que la mar nos archive en su destino.


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