viernes, 10 de abril de 2020

Semana Santa 2020

Vivimos momento difíciles. Costumbres arraigadas en nuestra cultura han cambiado, quizás para siempre, de la noche a la mañana. Y sin rechistar, por regla general, todos nos hemos quedado en casa, menos los imprescindible. 

Incluso Roma, sede de la capital de la iglesia católica, se une al aislamiento en plena catástrofe. Pero es también una oportunidad para convertirse en el epicentro de la esperanza en el Resucitado.

Nadie duda a estas alturas que este encierro global se ha presentado, sin buscarlo, como un tiempo propicio para abandonar lo accesorio y volver a lo esencial. Un tiempo para salir de la rutina cotidiana. Una ocasión para vivir el dolor el propio y el cercano.

Esta Semana Santa no habrá pasos por las calles, ni cirios, ni mantillas negras, ni cámaras de fotos de turistas retratando los momentos más espectaculares de estos días. Esta vez las procesiones tendrán que ser interiores, de puertas para adentro. procesión interior que impulsa al creyente a despojarse de sí para acompañar a Cristo en su desnudez y descubrir su rostro doliente en la crudeza de esta epidemia.

De pronto hemos redescubierto en el sufrimiento propio, o en el de un ser cercano, el sufrimiento de todos. La distancia se ha acortado, precisamente cuando se nos pide distancia. Nos sentimos acompañados en la lejanía, pero no debemos olvidarnos de los que sí están realmente solos, en todos los sentidos.

Y los que tenemos la suerte de vivir en países desarrollados tenemos esa obligación añadida: reflexionar sobre  su soledad y su pobreza la irracionalidad, la inhumanidad, que supone quedarse quieto ante un modo de actuar que supone la debacle de dejar a su suerte a infinidad de hermanos que sufren su soldad y su pobreza.


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