sábado, 4 de noviembre de 2017

Amarres de amor

Había transcurrido quince días de su vuelta del continente africano. Había ido por un mes y hacía seis que estaba fuera. Ni padres, ni hermanos, ni amigos habían logrado sacarle una palaba de su boca. Por puro azar aquella noche habían coincidido todos en el pequeño jardín que rodeaba su casa. El, como siempre, sentado en su sillón de mimbre, pasaba buen rato mirando hacia el cielo o paseaba su mirada por sus familiares, pero como viéndoles lejos, y ellos, por su parte algo acostumbrados a dicha situación, le miraban con frecuencia, sonrientes y esperando una palabra suya que no llegaba.

Era noche de luna llena, y Ana, la más pequeña de la familia dijo con toda espontaneidad: “Hoy en el colegio hemos jugado a amarrar la Luna”. ¿Queeee?”, respondió Blas, con cara de asombro, mirando hacia su sobrina. La niña, con ingenuidad total y frente al temblor y respeto de su parentela continuó, con toda sencillez: “Sí, en una vela puse mi nombre con una navaja y, después de escribirlo en una hoja de papel, pedí un deseo, mirando fijamente la llama encendida, y tras mirar hacia el cielo, con los ojos cerrados, durante un minuto hice que veía la Luna y luego en mi imaginación vi como mi deseo se cumplía, y quemé el papel en la llama de la vela”.
“¿Y se ha cumplido tu deseo? -le interrumpió Blas. Su sobrina, con la sonrisa, llenándole la cara, le respondió: ”¡Sííííí, acabas de hablar!”, mientas corría hacia el abrazándose los dos fuertemente, y los demás saltaban llenos de contento. La luna ya estaba próxima.

-La luna era propicia y el agua ya hervía en la marmita; empezó a echar los ingredientes para el hechizo… -dijo Blas en voz alta-. Así con esta advocación comenzó a contarles una de las etapas más importantes de la vida.

“Llegué a Bisau y esa noche alquilé una cama en una tienda de campaña junto a una parejita joven. Nos hablábamos por gestos y signos. Un pequeño colchón al lado de ellos, era mi lugar de descanso al que accedí, sin ropa alguna, por indicación de ellos que también se adornaban con su propia piel. Y en ese momento una chica joven irrumpió en la cabaña. Ni ellos ni yo, por supuesto, conocíamos su nombre. Oscilaba en sus pechos negros, como la noche, su amuleto plateado y, saltando sobre nosotros o de sitio en sitio, como por arte de magia, nos vimos caminando detrás de ella. Al cabo de cinco horas de camino y otras tres en viejo furgón nos acercaron a la pequeña tribu donde nos recibieron con abrazos y besos a ella y abrazos y pequeños golpes en todas las partes del cuerpo a nosotros. Casi sin darnos cuenta nos vimos en el centro del círculo y mientras iban dando vueltas iban saliendo gente hasta quedar la chica y yo con tres hechiceros de la tribu. Todos, en silencio, esperaban la llegada de la luna llena a la que recibieron con cánticos de alegría. Fue entonces cuando el brujo decano cantó en 20 dialectos y dos idiomas (inglés y español), aquello de “La luna era propicia y el agua ya hervía en la marmita; empezó a echar los ingredientes para el hechizo”, y, mientras lo cantaba en español, echó en un frasco las seis rosas diseminadas pétalo por pétalo, mientras su compañero trituraba el diente de un animal y el tercero recogía saliva de la chica. Con todo ello mezclado con aceite embarraron mi cuerpo. Annye, así era su nombre, me vio bajar del barco, quedó enamorada de mí, y encargó a los brujos del pueblo que hicieran un amarre de amor en luna llena que le permitiera al menos tenerme con ella unos seis meses. Y miren si funcionó la cosa que dos días después de haber embarcado en Guinea llegué aquí como un “hechizado”. Ni sabía que alguien de la familia, como ha hecho Ana, tuviera que manifestar un deseo para mi vuelta al mundo real. Eso sí, no hablemos más del asunto ni de sus consecuencias, no me pregunten si me trataron como un rey o me castigaron como un esclavo, no me hablen de Annye, ni para bien ni para mal.
Comienza de nuevo la vida normalizada de Blas y esta noche, desde la ventana de mi habitación, visualizaré al caimán que pernoctaba en el río a tres metros de donde yo dormía y a sus grandes fosas nasales que le permiten respirar bajo el agua echaré todos mis recuerdos de aquel pueblo cuyo nombre si quedará dentro de mí.



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