viernes, 4 de mayo de 2018

Los setenta


Había llegado a lo que llaman La Tercera Edad. Seguro que ya no escapaba. Todavía los sesenta se podían navegar. Tenía su tiempo ocupado. Pero de vez en cuando se iba a pasear por lo alto de las nubes. Lo curioso es que ni se lo proponía conscientemente ni lo tenía programado. Y lo cierto es que tampoco se lo planeaba.

Y, de repente, allí se encontraba. Deambulaba su cerebro preguntándose cosas como estas: ¿Qué hago yo aquí todavía? No quisiera ser molestia para nadie de mi familia. A veces se sentía aburrido. Sí, seguía con sus actividades de siempre, la asociación de amigos, escribir, participar en algún acto ocio cultural. Hasta las ganas de ver tele se me le habían ido quitando.

¿Qué debe hacer un viejo de setenta?  ¿Qué se espera que haga? Curiosamente, de vez en cuando, al tiempo que iban amigos de su edad más de una vez le salían amigos nuevos. Eras una ocasión para cambiar de costumbres. 

Todavía, siendo mayor conserva algunas ilusiones de joven. Para él, por ejemplo, siempre es época de cambios, de sacar alas y viajar, que no tenga necesidad de controlarse. Esos aires de adolescente que no se los llevara marea o viento alguno. Sigue sin creer en los jóvenes que dicen que no hay nada que hacer. Siempre quedan dos opciones: esa, ya dicha, entristecernos y quedarnos solos. Y la otra, abrir la puerta a la oportunidad de cambiar las cosas. Aunque en este vaso la teoría no se contrapesó con la práctica, dado que Teodoro y un amigo prefirieron pasarse la tarde del domingo sentados en el banco de la plaza que habían adquirido por haber previsto el precio de una tarde dominguera.



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