miércoles, 22 de agosto de 2018

La tía Elena


Aquella casa parecía un mausoleo. Nunca me han gustado las habitaciones recargadas de muebles, alfombras o cortinas, que más que filtrar la luz, parece que te aíslan del mundo. Cada vez que entraba en ella el ambiente me deprimía. Era como regresar en el tiempo a épocas en las que no fui feliz.

Por aquel entonces no era consciente, quizás, porque no tenía más alternativa que acompañar casi cada fin de semana a visitar a la vieja tía Elena. No es que fuera antipática o que se comportara conmigo de manera diferente a como lo hacía con los demás niños de la familia. Nunca me faltó un regalo por cumpleaños, aunque la pobre jamás acertara con mis gustos. No era ella, era el ambiente sofocante de aquella casa -oscura, atiborrada de figuritas y jarrones con flores de tela-.

Cada mañana de domingo que aparecíamos por allí -mis padres, mi hermana y yo-, me tocaba escuchar el mismo discurso, una y otra vez: “No toquéis nada, no juguéis más que en el balcón, no..., no.., no... no... Todo eran prohibiciones y advertencias. Quizás se debiera a aquella ocasión en la que mi hermana rompió -sin querer, naturalmente- un disco de Karina, al que, al parecer la tía Elena le tenía mucho cariño. Mi madre no dijo nada y recogió los pedazos para colocarlos lo mejor que pudo dentro de su funda y volverlo a colocar entre la colección de lps. de la estantería. Imagino que mi tía debió tardar años en descubrirlo, si es que alguna vez lo supo, pero la reprimenda de mi madre aun la recuerdo. Pagamos justos por pecadores, que es lo que siempre nos pasa a los hermanos pequeños.

De aquella casa y de aquellos años, solo recuerdo con agrado una habitación: la buhardilla del piso superior. Quizás fuera precisamente la ausencia de muebles, el espacio diáfano y la luz que entraba por la claraboya. Mi hermana yo la descubrimos por casualidad y a mis padres no le importaba que nos fugáramos allí, mientras ellos tomaban el café posterior a la inevitable paella dominical. Al fin y al cabo, la tía Elena ya no subía por allí -las piernas ya no se lo permitía- y si rompíamos algo el pequeño desastre se reducía a objetos viejos que ya nadie echaría de menos.

Nuestra distracción preferida era rebuscar en dos viejos arcones destartalados y en cuyo interior buscábamos algún viejo tesoro. Cualquier objeto nos parecía mágico  y de un valor incalculable: un reloj de algún abuelo perdido ya la memoria de su nombre en el árbol genealógico de la familia, unas botas militares -que quizás calzó el padre del padre de mi tía cuando estuvo destinado en Cuba-, unos guantes de lana, un viejo mapa de Versalles con los bordes raídos, viejas fotos y un revolver pesadísimo -que según me contó tiempo después mi padre era un colt de 1800 no sé cuantos-similar a los que se ven en las películas del oeste- y que ni mi hermana ni yo nos atrevimos nunca a empuñar por miedo a que estuviera cargado, aunque hoy dudo mucho que estuviera en condiciones de utilizarse.

De aquella casa solo recuerdo con nostalgia aquella buhardilla. Y a tía Elena, aunque su rostro se me desdibujó ya en la memoria hace tiempo.



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