viernes, 19 de enero de 2018

Nada es para siempre

Hace tiempo que con ambos me une una fuerte amistad. No eran unos pipiolos cuando se enamoraron. Llevan juntos sobre los treinta años. Ramón trabajaba fuera de la isla, y un verano se conocieron. Un año no más duró él en la capital del país. Tenía un buen trabajo, y lo dejó por ella. Podía haber sido al revés: ella dejar la isla, donde no tenía trabajo, y establecerse en Madrid. Pero la gran ciudad no era para ella. Así que Ramón dejó su trabajo, su círculo de amistades -entre las que me cuento- y volvió a su isla con Raquel, su amada.

Los veranos siguientes frecuentábamos el trato. Todo parecía indicar que caminaban en sobresaliente. El año pasado noté triste a Ramón y distante a Raquel. Cuando me llevó al aeropuerto de regreso yo a la península me dijo que, con la experiencia adquirida, hoy no se hubiera casado. Ni tiempo nos dio a hablar del tema pues fue llegando al aeropuerto. Por teléfono me puso más o menos al corriente. Intuía primero y descubrió más tarde que Raquel hacía migas muy íntimas con un compañero de trabajo. Y era yo el primero en saberlo.

Le molestaba que otros se enterasen, pero de alguna forma tenía que desahogarse. El miedo a hacer el ridículo en el entorno social en que se movía no solo laboral sino socialmente, pues presidía una asociación de tipo cultural muy respetada en la ciudad, le paralizaba para decidir. Y además el seguía enamorado y tragaba. Intenté hacerle ver que dado que las relaciones internamente habían naufragado lo mejor era vivir cada uno su vida sin depender para nada del otro. No terminaba de decidirse.

Hace unos días, de paso por la isla por motivos familiares, quedé con Ramón para cenar. Un grupo reducido celebraban un cumpleaños. Con mezcla de todas las edades no se les distinguía aunque se escuchaba la algarabía. Amén de que nosotros dos estábamos centrados en la toma de decisiones que Ramón evitaba. Pero aquella noche el miedo al ridículo tenía ya marcado su destino final. La vida a veces parece una broma, y en este caso una broma pesada. Cuando ya tarde no cabían más cubitos en la mesa del fondo y nosotros habíamos pedido la cuenta, una pareja entró en el restaurant con intención de sentarse en una mesa. Cuando llegaron a nuestra altura frenaron en seco y se oyó una voz femenina con un: “Uy perdón, nos hemos confundido”. Permanecí descompuesto con una sonrisa rota desdibujada en la faz. El instante fue como para sudar la camiseta. Me levanté a pagar la cena y salir a la calle tras Ramón que en voz alta y riéndose decía por toda la plaza: “¡Uy perdón!, nos hemos confundido”. Permanecí descompuesto con una sonrisa rota desdibujada en la faz, mientras Ramón, con su brazo sobre mi hombro, sin saber si llorar o reír me preguntaba si le hacía un hueco en mi apartamento aquella noche. A la mañana siguiente, en el horario laboral de Raquel, le ayudé a hacer las maletas y salir de la que había sido su casa durante treinta años. Yo si sudé de verdad mi camiseta esa mañana, mientras él, como si nada hubiera pasado, comentaba la vida quería llevar hace tiempo y no se había decidido.


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