jueves, 1 de febrero de 2018

El puerto

Se lo prometió a sí mismo durante aquellos tiempos duros, demasiados duros como para quererlos recordar. Cuando recobró la libertad, antes incluso que volver a casa, con su familia, sus pasos le llevaron al puerto, a ver el mar, del que llevaba diez años largos ausente contra su voluntad.

Casi nadie recuerda ya a estas alturas que le fueron a buscar una noche, y le sacaron a empujones de la cama. Un juicio rápido -mera apariencia de justicia- y una larga sentencia, acusado de ayudar a escapar a unos prófugos huidos de algún lugar de Centroeuropa desde la península, que buscaban escapar de las garras de la Gestapo. Algún chivatazo informó a aquella policía gris de Franco que fue él quien les coló en un viejo carguero, camino de Venezuela. Él, que nunca se había metido en política, pero al que se le partió el alma cuando supo de la angustia y desesperación de aquella pareja judía, que lo había perdido todo en su tierra de origen y para quienes su única esperanza era cruzar un océano y poner agua de por medio con aquellas gentes de uniforme negro y bota militar. Al menos, le quedó el consuelo de saber, años después -acabada ya aquella guerra-, durante una visita de su mujer, que aquella pareja había podido ponerse en contacto con su familia para hacerle saber que estaban a salvo y eternamente agradecidos, pero ignorantes de que, a falta de pájaros en mano, fue sobre él sobre sobre quien cayó la venganza y la rabiosa frustración de sus perseguidores.

En esa estrecha celda, de paredes húmedas, en la que solo había un jergón de sábanas sucias y raídas, con esos techos altos que parecían acrecentar la pequeñez de cualquier reo, con una claraboya inalcanzable, arrancado de su mundo, se prometió que algún día volvería a su mar; volvería a sentir sobre su piel la sal y llenar sus pulmones con el aire cargado de salitre que tanto añoraba.

Le pusieron en libertad una mañana de verano, sin avisar, con la misma displicencia con la que le habían dejado allí tiempo atrás. Una carta escueta, escrita en tinta morada, en la que se le comunicaba oficialmente la reducción de su condena y un número de expediente. Nada más. Y se vio de pronto, con lo puesto, en la puerta del penal, a plena luz y sin mayor explicación.


 Y cumplió su promesa: volver al mar, regresar a su amado puerto, a ver entrar y salir los barcos, a escuchar sus sirenas, que tanto había añorado. Desde entonces, a diario, regresa a allí. Y cada vez que se sienta en el viejo y destartalado banco recobra esa sensación de libertad de aquel día de verano.



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