viernes, 9 de febrero de 2018

La biblioteca

A los 50 metros de salir de la casa de sus abuelos tenía que girar a la derecha justo donde una gran acequia se había convertido en lavadero comunitario del barrio. Levantando la bolsa que llevaba colgada y que guardaba libreta, lápices y algún otro libro al que siempre le faltaba la portada, cruzaba un pequeño barranquillo y estaba en la escuela de Dorilita. Era su escuela por temporadas, cuando iba a vivir con sus abuelos, porque sus padres tenían mucho trabajo en la tienda de comestibles de la calle Tomás A. Edison. Recuerda siempre aquel primer día que lo recibió la maestra y al verla le preguntó: “Pero si usted es ciega ¿cómo me va a enseñar a leer?”. “No soy ciega, soy albina”. Y preguntón más que preguntón, seguía ¿qué es una albina? La respuesta de Dorilita le dejo convencido: “Una albina es una mujer pintada de blanco”.

Cuatro niños más había alrededor de ella, sentada sobre una caja de tomates, invitándole a hacer lo propio. Aquel muchacho, con su viva naturalidad, se sentó, sí, pero sobre una tonga de libros cuyo asiento le resultaba más cómodo. No había llegado a rozar sus posaderas sobre ellos cuando la maestra con voz fuerte y convencida le explicó que los libros no son para sentarse sobre ellos y dejarlos medio hundidos y arrugados, más cerca del suelo aún. Los libros son para levantarnos a nosotros y empujarnos a volar a fin de que podamos vivir, sentir y disfrutar de la vida. Los libros no están destinados a ser como el viejo sofá de casa lleno de hoyos y arrugas. Al contrario, son el ventanal de horizontes nuevos que te harán saltar de piedra en piedra, de barranco en barranco.

Ya sabía leer y aquel día aprendió a coger un libro en sus manos y devorar páginas ilustradas. Y es que, como dice Rosi Robayna: “Los libros –¡qué cosas!-, siempre estarán ahí como las personas impactantes en tu vida, da igual que los quemen, los destruyan, los censuren, si lo encontraste al fin o si no sabes ni dónde lo pusiste o a quien lo prestaste… siempre irán contigo y los recordarás con una sonrisa, con una mueca, con un por favor, no me digas más”.

Hoy, cuando paseo por la avenida marítima de mi gran ciudad y veo los blancos y abiertos ventanales de su biblioteca, me pregunto: “¿ Se verá desde ahí el horizonte más cercano que desde el barranquillo de la escuela de Dorilita?. y me llega el eco de la respuesta flotando en las olas cercanas: No es el lugar ni la materia lo que te abre al horizonte. Son los libros, donde quiera que estén, los que te hacen caminar por el mapa que te hacen cercano los horizontes.


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