jueves, 19 de abril de 2018

Perro viejo


Allí estaba siempre, tumbado todo lo grande que era en una de las esquinas de los soportales de la plaza. Un veterano del lugar que, desde que el dueño del bar decidiera adoptarlo, no había faltado ni un solo día a su puesto de trabajo. No era perro ladrador -lo justo-, pero tampoco mordedor. Bastaba su presencia para que ni gatos ni perros se acercaran por allí, aunque nadie le recuerda metido en una pelea; algún gruñido sí, pero poco más.

Había alcanzado el status de perro viejo, ¡y con dueño! No todos los perros del barrio podían decir lo mismo. Tenía tanta suerte que hasta tenía nombre, aunque no siempre había sido así. Al menos este último humano no le golpeaba y le dejaba dormir a cubierto cuando llovía o la humedad del invierno calaba los huesos. Con eso bastaba, no pedía más. Había aprendido que los gestos de cariño de los humanos no eran de fiar; iban y venían sin motivo aparente -o al menos esa era la impresión que tenía-. Mejor asegurarse el sustento diario y no tener que buscarlo. A cambio su fidelidad estaba, como siempre, asegurada.

Mejor eso que la crueldad del humano anterior, aquel “hijo de perra”, del que hubo que salir por patas para evitar la enésima paliza, sin ninguna razón que lo justificara. No guardaba de él ni un solo buen recuerdo. De hecho, hasta su instinto le hubiera sabido conducir a ese viejo caserón donde vivía, pero no entraba en sus planes. Es más, había decidido no tener planes, nada que alterara demasiado esa deliciosa sensación de dejar pasar las horas.

Al fin y al cabo, su instinto y su experiencia de perro viejo tenían que servir para algo.


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