viernes, 12 de octubre de 2018

Germán


Hacía tan solo tres semanas que habíamos visitado Roma mi amigo Germán y yo. Él tenía dos tareas laborales un poco diferentes pero complementarias. Era payaso y pintor. Tenía muchísimas ganas de visitar Roma por ser la cuna de los Miguel Ángel, Da Vinci, etc. Por eso, el día antes del viaje pasamos la tarde en casa leyendo y comentando el libro" Los tesoros de Leonardo da Vinci", qué explican la época de este artista ingeniero y analiza los temas dominantes de su vida y sus obras. Lo leía y explicaba con tal devoción que iba subrayando aquello que no nos podíamos perder. Lo hizo con tal cantidad de detalles que, al equivocarse en alguna cosa, no quería dejar rayones en el libro y me pidió que saliera a la librería cercana parar comprar una goma de borrar y utilizarla en esos fallos de escritura.

Aquella noche ni tiempo para salir a cenar tuvimos, pues el avión para Roma salía a las 6 de la mañana. Fue lo que se dice una cena frugal: tres mandarinas verdes que quedaban en la nevera de casa. Ya aprovecharemos mañana cenando pizzas italianas, nos dijimos.

Siete días en los que, cómo es lógico, nos sobró tiempo también para conocernos mejor, nuestro sentimientos, nuestros problemas, etc. Incluso me dijo, subrayándome el hecho de que yo era el primero conocerlo, de su enamoramiento con Rosaura, a quién pensaba comunicárselo en los primeras días de su llegada a España.



Al día siguiente de llegar a nuestras casas de regreso, un mensaje  de su hermana me dejó sin habla y sin poder moverme: "Tu amigo Germán ha muerto está en el tanatorio y el entierro es mañana a las 10". Solo hacía dos días que habíamos regresado de nuestro viaje, dónde no solo nos habíamos acercado a la cultura italiana a través de sus pintores, sino también a todos los espectáculos circenses habidos y por haber.

¡Está muerto! Cómo es posible si todavía no ha tenido tiempo de declararse a Rosaura! ¡Cómo es posible si empezó a pagar la hipoteca de su casa hace siete meses! ¡Cómo es posible si solo tiene 27 años!

Solté todo lo que estaba haciendo. Pedí autorización a mi jefe. Y en 35 minutos estaba entrando al tanatorio. No lo podía creer. Aquella cara que sobresalía en la cabecera de la caja fúnebre era la de mi amigo Germán. No me cabía la menor duda. Su familia me dejó entrar dentro. Le saludé dándole la mano. Estaba fría sí. Pero a mí me dio la impresión que me apretó tres de mis dedos. Con esa impresión salí cariacontecido. ¿Acaso estará vivo mi amigo Germán?

Cuando los de la funeraria dejaron el féretro en la puerta del cementerio me lancé con otro grupo de amigos para ser portador de la misma. Quería acompañar a mi amigo Germán en su último viaje. Llevaba una figura de payaso de cristal que  había comprado antes de  salir de Madrid y se la coloqué en el centro de la Caja  fúnebre. Germán aparte de ser muy expresivo sabía escuchar, hablando con sus sentimientos. Pensando en ello al sentir la caja sobre mis hombros sentí también como un movimiento interior dentro de la caja. Me quedé perplejo. ¿Estarás vivo mi amigo Germán?

A medida que avanzamos en dirección hacia el nicho dónde lo iban a enterrar mi percepción del movimiento de la caja por dentro era cada vez más fuerte. ¿Pero qué hacía? Daba un grito diciendo ¡Germán está vivo! Y si no lo estaba, la que amaría conmigo su familia .

Me arriesgué y al llegar al nicho  dónde lo iban a encerrar para siempre  alcé la voz, como si fuera un pregonero: ¡Germán está vivo! ¡Le Siento moverse en la caja!. Todo el mundo quedó paralizado y con la mirada puesta en dirección al féretro. Ya no se escuchaba el lamento de su madre y sus hermanas. Yo no sabía qué hacer, si quedarme allí y recibir los abrazos, felicitaciones y gratitud de la gente por el descubrimiento hecho o marcharme corriendo a otro planeta, dado que parecía que aquello solo era un juego. Los sepultureros que estaban por terminar pronto su trabajo nos arrancaron el féretro para ponerlo dentro del nicho.

Y se oyó  el grito de su madre: No, no. Entierren a mi hijo A los vivos se les deja disfrutar de la Vida.

Poco a poco me fui yendo hacia atrás hasta que logré llegar a la puerta del cementerio. Allí me paré y miré al tumulto de gente que acompañaba a Germán en su aparente último viaje cuando de repente oigo una exclamación: ¡Ohhhh!

Y de trasfondo la voz de una mujer que, con la intensidad que podía darle un altavoz, gritaba: ¡Germán, hijo mío!

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