Le vi por primera vez en el
jardín de la pequeña plaza del barrio. A través del pequeño espacio entre las
hojas de los árboles nuestros ojos se encontraron. Pero él, con cara de tímido,
se fue corriendo. Y aquel “hola” que yo quería decirle se siguió moviendo de
aquí para allá con las hojas de otoño. Al igual que la cinta de mi muñeca que
se me enredó en las hojas de los árboles cuando intenté ir tras él. Voy con
frecuencia al pequeño jardín –a la misma hora y al mismo sitio. Pero ni la
puesta del sol le hacía aparecer.
Y así llegó la primavera con
sus primeras flores que parecían cansadas de aquel pequeño esfuerzo por ver la
luz del sol. Y mi corazón volvió a vestirse del verde de la esperanza, o más
aún del verde de deseo. Y aún en primavera esperaba que aquellos ojos que yo vi
volvieran a nacer.
La primavera se acababa, cada
día iba despidiéndome de ella. Faltaban dos días para eso y la primera de esas
dos noches me senté en la yerba. Así sentada, oigo una voz varonil que llegaba
de mis espaldas que me dice: “Solo vi tus ojos una noche, y no se me han
olvidado”. Volví la vista hacia atrás y, pasado el asombro contemplativo, corriendo hacia él, y sosteniéndonos con las palmas de nuestras manos, sentí cómo introducía en una de mis muñecas la cinta que aquella noche había perdido, y que él había
guardado con la esperanza de verme. Y aquel hueco entre los árboles donde
nuestros ojos se encontraron un día fue aquella noche la experiencia conjunta
de una mezcla entre otoño y primavera.
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