Tres de sus amigos habían sido ejecutados por los
yihadistas. Su crimen: ser homosexuales. Ya el problema no solo era ser sirio,
practicar una religión distinta a la islamista, sino además la opción sexual
con la que se sentía más feliz. Puso, pues, pólvora en sus pies y salió
disparado.
En su camino de huida se enteró que en muchos otros países
incluso podían matarlo, como en Irán, Tailandia, Nigeria y muchos otros. Al
llegar a Alemania respiró tranquilo. Aquí no correría peligro. Tardó poco en
darse cuenta que las cosas no eran tan sencillas y que el sentido común no era
norma de conducta en aquel país civilizado. Desprecios e insultos por la calle
si iban de la mano dos amigos, conversaciones que eran toda una agresión a la
dignidad, los derechos humanos y la propia integridad física te lo encontrabas
de vez en cuando.
Sí, en estos países se había avanzado. Era legal un
matrimonio de dos del mismo género. Pero en el ambiente general todavía no
había calado. Había que tener cuidado delante de quien decías: “me gustan los
hombres”. Podías vivir situaciones violentas como las ya dichas y quedar
marginado y excluido. O sea, que eso de
los derechos humanos era también una mera palabra en aquellos países que
presumían de ser sus valedores.
Otra cosa que le chocó bastante fue el encontrarse con
grupos religiosos que, en nombre de Dios, ridiculizaban y atacaban este tipo de
opciones. Nunca había sido una persona religiosa de prácticas de culto ni en el
Islam ni en otra religión pero había oído predicar a Dios como amor. Y se
decía: si Dios es amor, lo que querrá es que la gente se quiera. ¡Qué más da de
un sexo u otro!
Muchas noches ese llanto que nacía de sus ojos venía de
fuera de sí mismo, de aquellos que querían atravesar su puerta y que viviera la
vida que ellos querían.
Intentó, pues, vivir sus relaciones a su manera, pero con
prudencia ante los demás.
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