Daba vueltas medio despistada
en torno a aquel banco del parque. Cuando parecía que nadie la veía se paraba,
sacaba su espejo, se daba unos retoques en la cara y ensayaba sonrisas buscando
la más seductora.
No, no acababa de conocerlo.
Hace tiempo se estaban viendo. Y ayer él marchó de su encuentro diario algo
desconcertado. Alguna vez había ocurrido ya. Pero tan instantáneo y cortante
como ayer nunca lo había vivido.
Hoy, en la mañana, se acercó
a la tasca donde él suele desayunar a media mañana cerca de su oficina. Le
extrañó no verle. Y al salir le vio sentado en un banco del parque cercano
mirando hacia el horizonte y con triste semblante. No sabiendo qué hacer se
había puesto a dar vueltas cerca de aquel lugar, al tiempo que pensaba cuándo y
por qué se había fraguado aquella distancia. Ella siempre había tenido la
actitud de descalzarse ante su amado y su cuerpo había sido siempre, no un mero
acto egoísta y de búsqueda de satisfacción personal, sino de ofrenda de su
persona y su querer darse por entero.
Daba vueltas a su cabeza y no
lograba encontrar cuando nació y fue creciendo esa distancia que anoche había
estallado y que parecía insalvable. Y deseaba, desde lo más profundo de su
corazón, poner remedio y que el oscurecer de la tarde quedara sorprendido por
la aurora que les llevara de nuevo al paraíso. Y cuando ya se sintió
fortalecida por dentro e intentó dar un paso hacia el banco donde su amado
estaba, vio como él se levantaba para volver a la oficina. Con las manos en los
bolsillos, la cabeza entornada hacia el suelo y una mueca de tristeza, casi que
pasó rozando a su lado sin percibir su aroma que tanto le embriagaba. Ella no
le hizo seña alguna y las lágrimas hablaron por su boca. Con ellas, regando su
cara, mandó a parar un taxi.
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