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miércoles, 14 de febrero de 2018

Un día desordenado


El agua cae con fuerza. La ciudad se despereza. Calles que parecen barrizales. Otras que se asemejan a barrancos. La gente va abriendo los ojos. Es domingo y aún están en la cama. El sonido de la lluvia cayendo en las ventanas de sus cuartos les despierta. Acostumbrados a pequeños jaboncillos en la ducha, el gel en forma de lluvia les sorprende. Falta teníamos. Casi que ni se notaba el invierno.  Busco el paraguas por todas partes y no lo encuentro. Hace tanto que no lo uso que no sé dónde lo he puesto. ¿Cuánto tiempo durará?

El trayecto desde la casa de mi hijo fue lo suficiente. Ha vuelto a llover, pero no tan intensamente como en aquel momento. No te imaginas varios días lloviendo en la isla de esa forma. ¿Cómo sería? ¿Cuántos apuros pasaríamos? La gente corre bajo el paragüas, parece que hablan, se les nota en sus facciones como cuando se gritan. El agua lo empapa todo también los diálogos. Y las zapatillas que compré en las rebajas, ahora sí que se han rebajado. Igual sirven para ponerlas en un cuadro como recuerdo de un día de lluvia en nuestra ciudad. En la cocina hemos encendido el horno, y por las calles ves a gente que, como nosotros, disfrutan del aguacero (¿por qué decimos “agua cero” cuando llueve mucho?).

Dejamos a gente de la familia en casa, también a los que han venido de otras latitudes a celebrar el primer mes del año. Todas las cosas quedaron a medias por ver la gran lengua, que en forma de corriente de agua (o viceversa mejor, la gran corriente de agua que en forma de linterna…) corría por las calles cercanas. Y volvieron a sentarse en la mesa. Es cuando recuerdo que el becerrito se quedó con un pequeño cubo de agua no más, y que el de la vaca recién parida aún no se le ha llevado. Me levanto, tomo los utensilios y me voy a la parte trasera de la casa. Subo la vieja escalera en espiral que lleva al pajar. En la esquina de un escalón un viejo balde recoge goterones que caen del techo y llegando a la azotea percibo el bullerío festivo que hay montado en la calle. Todo el personal se ha juntado como ramas de un árbol llevadas por el viento para celebrar un día sin puntos ni comas. Bajo corriendo, aviso al personal que estaba ya en la mesa preparado para comer y se unen a la fiesta popular. ¿Un día desordenado? ¿Por qué?



martes, 30 de enero de 2018

Dos amigos han venido a vernos

Hace mucho, mucho tiempo que viajaron a otros campos y lugares y poco sabíamos de ellos más que en foto. Los dos suelen estar separados pero cada año se juntan y conviven juntos más o menos durante una semana y casi siempre bajo la lluvia. Uno es ruidoso y aparece como el redoble de campanas. Antes de verlo ya sabemos quién es por sus gritos y exclamaciones que caen y rebotan en el suelo como campanas que redoblan. Parecen venir dos juntos y cuando rozan el suelo se multiplican en ni se sabe cuántos. Empujan con fuerza al llegar, pero luego se derriten de cariño en nuestras manos. Vienen con prisa, pues permanecen poco en nuestro terreno. Por eso aparecen con tanta bulla. Quieren que todos les veamos y al menos nos asomemos a la ventana para saludarnos. Y así, a la carrera, para que no nos olvidemos de su pinta vino y se fue nuestro amigo Granizo.


Y también vino Nieve, calladita y sigilosa. Como hace ella siempre, y no se quedó en las montañas, sino que bajó a las plazas y campos de futbol de los barrios de mi ciudad. No habla, no pregunta, no hace ruido. ¿Qué quiere nosotros? Dicen algunos que se porta mal invadiendo. Aquí no. Aquí viene muy poco, no sé de cuánto a cuánto, y por eso todos y felices. Felices y contentos. Eso sí, alguna vez viene con prisa y enredadora nos echa por tierra lo que habíamos sembrado. Por eso, amigos sí, pero de temporadas cortas.



sábado, 22 de julio de 2017

Cantando bajo la lluvia


De pequeñajo y adolescente recuerdo mis grandes estancias en casa de los abuelos. Dos cosas que no tenía en la ciudad: el río y la lluvia frecuente. Muchas veces llovía tanto que el agua corría por el barranquillo que estaba al lado de casa. Hace ya unos cincuenta y cinco años en los que rara vez ha vuelto a correr al agua como si de un río se tratase. Llovía y llovía y llovía, y no por eso íbamos los amigos, Juan, Manolín y yo, a dejar de jugar. Nos aburríamos jugando tanto tiempo al parchís dentro de las casas. Y con el disgusto de los padres y de los abuelos, en mi caso, aprendimos a jugar bajo la lluvia. Porque lloviera no íbamos a dejar de cantar, saltar, correr y brincar. Incluso jugamos a la piola mientras el agua nos empapaba.

Ahora veo llover menos veces – cosas del cambio climático, dicen-, pero cuando veo la lluvia siento como si las nubes desencadenaran huracanes de nostalgia. Y confieso que, a veces, caigo en la tentación de salir a caminar bajo la lluvia y que ésta me empape. Nunca he cogido un catarro o gripe alguna por este motivo. Los adultos están llenos de prejuicios en esto, piensan que así pueden coger un catarro. La lluvia hoy parece en muchas ocasiones como si fuera una cosa del pasado. Al oírla recobramos la curiosidad del niño que veía como ponía ciegos los cristales de una casa.