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martes, 5 de mayo de 2020

Las lágrimas de Osiris (La leyenda egipcia del origen del pan)


Cuenta la leyenda que una de las cocineras de un antiguo faraón se hallaba un día preparando harina, en el patio exterior de la cocina, para hacer unas tortas que encantaban a su dios-rey. Interrumpió su faena para atender otros asuntos a los que fue requerida y dejó allí el mortero de barro.

Quisieron los dioses -Osiris en concreto- que esa mañana unas nubes de lluvia descargaran sus gotas sobre el palacio y que la harina quedara empapada. Cuando la esclava regresó para terminar su faena y comprobó con estupor el estado del cuenco temió ser castigada por no haber previsto la contingencia y buscó una salida que le evitara un posible castigo. Intentó darle forma de torta, como estaba acostumbrada, pero azarada como estaba, derramó sobre la masa viscosa una jarra de cerveza reservada para deguste del monarca. Para colmo, el jefe de cocineros reales le urgió a terminar su faena, ante la inminente llegada del faraón, hambriento después de una jornada de caza. La esclava terminó de amasar a toda prisa el contenido del cuenco, con la cada vez mayor certeza del castigo que se le venía encima. Se horrorizó al comprobar que en el horno aquella mezcla aumentaba de tamaño.

Resignada a lo peor que su destino pudiera prepararle, retiró del horno el resultado y, reclamada al comedor de palacio, colocó en una bandeja el resultado y se retiró a su humilde aposento, esperando temerosa ser reclamada a no tardar.

Sin embargo, cuando el faraón probó aquel nuevo alimento quedó maravillado y, cuando la cocinera contó todo lo ocurrido, el propio rey decreto que aquel milagro había sido fruto de la iluminación de las lágrimas de Osiris (la lluvia) que había propiciado la creación del pan.  

domingo, 11 de agosto de 2019

El chocolate del loro


Suena a chiste pero la noticia es desgraciadamente cierta: “La ONU recomienda reducir el consumo de carne mundial para combatir el cambio climático”.  Hablado en plata, los pedos de las vacas contaminan y mucho. No nos referimos a la contaminación que produce la superproducción de plásticos, la explotación de minas vertiendo a los ríos sus desechos, ni a la contaminación de residuos nucleares o de combustibles sólidos. No. Nos estamos refiriendo al metano que produce las granjas avícolas o de ganadería. La culpa del deterioro del planeta es, al parecer, culpa de vacas, pollos, ovejas y cerdos.

Solución: subir los impuestos que graban su consumo final. La solución de siempre: que pague el de siempre. Con un agravante, el que no pueda pagar que se quede en ayunas. Otra cosa habrá que llevarse a la boca –pan de algarrobas, como antaño-.

El que pueda se pagará su bistec o su hamburguesa y el que no “ajo y agua” –nunca mejor dicho-. Todo menos atacar las verdaderas causas del cambio climático (todo menos poner coto a los beneficios de oligarcas). ¿El chocolate del loro?



domingo, 26 de agosto de 2018

Leche cruda


Debía tener siete u ocho años mi amigo Damián el verano en el que sus padres le llevaron a un pequeño pueblo perdido en la sierra del Guadarrama. Su abuela, la señora Natividad -una entrañable murciana bajita y regordeta-, había convencido a la familia que la mejor forma de curar la tosferina del crío era que su nieto pasara esos meses calurosos, rodeado de ovejas y cabras. Al parecer, el polvo que levantaban los animales mientras el pastor los llevaba de aquí para allá eran un remedio eficaz contra sus pulmones debilitados. Por aquellos años, mitad de los sesenta, la esperanza de vida en nuestro país no llegaba, ni con mucho, a los 70 años. Era aquella España aun quedaba mucho camino por recorrer en cuestiones sanitarias. Enfermedades como la viruela, las paperas, el sarampión, la tosferina, el tifus, el tétano causaban pavor. Lejos quedaban aun estas “Tres Ces” -cáncer, coche y corazón- que tanta alarma causan hoy en día.

Damián se pasó semanas poniéndonos al día de las aventuras que un niño urbanita vivió durante su aquellas semanas, pero no recuerdo si aquella experiencia sirvió para dejar la tosferina atrás. Me inclino a pensar más en la eficacia de la vacuna que acabó poniéndole el médico de cabecera -que era como se les llamaba entonces a los que hoy llamamos médicos de familia-. Posiblemente doña Natividad se murió años después convencida aun de que su remedio eran tan eficaz o más que aquella inyección que le pusieron a su nieto.

Desde entonces, la medicina ha progresado a pasos agigantados. No nos damos cuenta porque el ser humano tiene una capacidad asombrosa para acostumbrarse a las buenas noticias. Lo hacemos tan fácil  y rápidamente que perdemos de vista el sentido común. No creemos inmunes, caminando en una sola dirección por un sendero con una única dirección.

... e improvisamos o, peor aun, nos da por desbarrar directamente. Nos sacamos de la manga “medicinas alternativas” cada vez más alejadas del método científico. O nos aventuramos al abandono de las regulaciones sanitarias establecidas tras años y años de experiencias. Cada vez son más frecuentes padres de familia que se saltan las normas de vacunación de sus hijos, so pretexto de los abusos de las empresas farmacéuticas (reales en muchos casos) o de negativos efectos secundarios. ”Mucha química” aducen.

En otras, incluso, ignoramos el sentido común y sentenciamos que no hay peligros en consumir -sin ir mas lejos- leche cruda sin someterla al proceso de pasteurización; es decir, ingerir leche de vaca, cabra u oveja directamente de la tata a la mesa. Se argumenta que, de esta manera, se conserva todo el sabor natural y todas las propiedades que regala la naturaleza; las mismas que se pierden al cocerla. Lo que no se revela es el trasfondo económico que hay tras la propuesta. ¡De locos! No es que se pongan los que así obras en peligro, es que nos ponen en peligro a los demás

¿Nos imaginamos un mundo en el volvamos a prescindir de las vacunas y de los criterios de comercialización de lo que nos llevamos a la boca? ¿Merece la pena correr el riesgo?