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jueves, 12 de noviembre de 2020

La vieja librería

No pude evitar el estornudo. Allí había más polvo en el ambiente que en una fábrica de cemento de Buñol. Había pasado por delante de esa librería “de viejo” infinidad de veces, pero siempre me había resistido a entrar, porque sabía que, una vez traspasado el umbral, ya no podría evitar convertirme en un adicto irredento.

Lo confieso, tengo un vicio: “colecciono”. Colecciono casi cualquier cosa, libros, discos de vinilo, figuritas de Cascaes, ese pequeña ciudad portuguesa, famosa precisamente por su artesanía de esculturas de madera -esculturas pequeñas, por supuesto, que tampoco sobra espacio en casa. Coleccionista de todo, insisto; incluso de alguna que otra piedra pintada desde que una amigo me mostró las que trajo de Senegal unas cuantas y me contó que cada una era diferente al resto, con diseños y colores, que les daban vida propia y una simbología única, como la que tenía un cocodrilo, un animal sagrado por allí, y que simbolizaba la fuerza y la inteligencia de la naturaleza.

No pude evitarlo. Ese libro de arte japonés antiguo parecía llamarme desde el escaparate. Siempre me ha fascinado Japón, nunca lo he visitado, ni creo que tenga la oportunidad de hacerlo en mi vida, pero la mezcla de tecnología y tradición me subyuga. Entré en la librería y ya el ambiente -todo un microclima- me trasladó al instante a otro mundo. Un mundo lejos de los ebook, las visitas “on line”, las webs… Inevitable retroceder en el tiempo, cuando todo parecía más simple.

Pregunté a la dependiente, una joven poquita cosa y con gafitas redondas, que encajaba a la perfección en el paisaje, rodeada por los libros que llenaban de arriba abajo las estanterías de las paredes. Recogió con tan mimo el tomo que más parecía la enfermera de una maternidad acercando un bebé a sus padres por primera vez. Aquella chica amaba su trabajo.

Por primera vez tuve en mis manos el libro, con las cubiertas del color de las castañas oscuras, más pesado de lo que yo pensaba, y ese aroma del papel que ha visto pasar una y otra vez las estaciones. Inexplicablemente, las letras doradas de su título conservaban un brillo dorado, como si acabaran de ser salir de la imprenta. No tardé mucho en decidirme, pagar el importe y salir de la vieja librería.

Entonces comprendí que no era yo quien me había comprado el libro; era el libro el que se había apoderado de mí.


martes, 28 de julio de 2020

Recuerdos

Cuando los padres olvidan o mueren, se borra parte de nosotros; incluso situaciones, escenas, momentos que desconocemos. Un padre, y sobre todo, una madre, poseen recuerdos que sólo ellos tienen; imágenes guardadas en el disco duro que borrará la muerte o el olvido.

Arturo Pérez-Reverte


sábado, 4 de mayo de 2019

Insomnio


Acaba de ver una película donde un grupo de mujeres hablaban de sus cosas, es decir, de las cosas que suelen hacer todo el tiempo. Se va a la cama con su libreta. No tiene sueño y no le viene. Escribe lo que recuerda del día, sin que la fatiga le cierre los ojos.

Hace frío. Se pone una sudadera. Piensa muchas cosas. Arreglaría ahora el mundo si no se sintiese la persona más impotente de la tierra. Mira su habitación que le parece un callejón y recuerda de pronto aquel el día en el que un chico se le acerco al callejón de su casa pidiéndole que fuera su novia.

Del susto se tapó la cabeza y se quedó dormida mientras la libreta se caía al suelo.






martes, 22 de enero de 2019

Carta de un viejo amigo


Hace ocho largos años que lo perdí de vista. Éramos compañeros de trabajo. Se había empezado a coser una amistad entre los dos en tanto en cuanto compartíamos algunos aspectos de nuestra vida fuera del trabajo. Después de su jubilación habíamos hablado en dos o tres ocasiones por teléfono ya que él se fue a residir a Madrid, ciudad que le encantaba desde trabajó allí siendo joven.

Igual he de rectificar lo dicho anteriormente. Tan amigos no debíamos ser dado que no sabía nada de su enfermedad. Hace pocos días recibí un escrito suyo, que me atrevo a compartir con quien esté leyendo este post:

“Hablo  con frecuencia de alegría y gozo, del vivir el aquí y ahora, de ser positivo, de mirar hacia delante, pero estoy triste. Algo de sombra me acompaña.

Mí cuerpo es débil. Noto que no crezco en salud y en ocasiones me cuesta trabajo aceptarlo. ¿Qué hago yo aquí aparte de sembrar preocupaciones en los más cercanos?

La muerte y yo casi que dormimos conjuntamente. Y con el corazón en la mano me gustaría repetir lo anterior sin el "Casi'.

Contemplo mí vida en un hueco de tiempo y veo muchas mañanas azules que se multiplicaron en ecos portadores de buenas noticias. Pero han habido otros momentos más intensos en los que mis espigas no han germinado y se ha partido la ola blanca que flotaba en mí pecho.

Sí me apetece, sí. Me gustaría hacer ya el viaje hasta el puerto dónde acaba el circuito. No necesito que me anuncie campana alguna ni que preciosas alfombras orientales apoyen mi cuerpo.

Cómo me gustaría que esta noche, mientras los demás duermen, la selva de un estallido fuerte envíe hacia mí la sorpresa de su barca que me transporte hacia el lugar donde ya lo hecho, hecho está y la entrada es gratuita y para siempre".

Todavía no he contestado su nota.