Hace ocho largos años que lo
perdí de vista. Éramos compañeros de trabajo. Se había empezado a coser una
amistad entre los dos en tanto en cuanto compartíamos algunos aspectos de
nuestra vida fuera del trabajo. Después de su jubilación habíamos hablado en
dos o tres ocasiones por teléfono ya que él se fue a residir a Madrid, ciudad
que le encantaba desde trabajó allí siendo joven.
Igual he de rectificar lo
dicho anteriormente. Tan amigos no debíamos ser dado que no sabía nada de su
enfermedad. Hace pocos días recibí un escrito suyo, que me atrevo a compartir
con quien esté leyendo este post:
“Hablo con frecuencia de alegría y gozo, del vivir
el aquí y ahora, de ser positivo, de mirar hacia delante, pero estoy triste. Algo de sombra me
acompaña.
Mí cuerpo es débil. Noto que
no crezco en salud y en ocasiones me cuesta trabajo aceptarlo. ¿Qué hago yo
aquí aparte de sembrar preocupaciones en los más cercanos?
La muerte y yo casi que
dormimos conjuntamente. Y con el corazón en la mano me gustaría repetir lo
anterior sin el "Casi'.
Contemplo mí vida en un hueco
de tiempo y veo muchas mañanas azules que se multiplicaron en ecos portadores
de buenas noticias. Pero han habido otros momentos más intensos en los que mis
espigas no han germinado y se ha partido la ola blanca que flotaba en mí pecho.
Sí me apetece, sí. Me
gustaría hacer ya el viaje hasta el puerto dónde acaba el circuito. No necesito
que me anuncie campana alguna ni que preciosas alfombras orientales apoyen mi
cuerpo.
Cómo me gustaría que esta
noche, mientras los demás duermen, la selva de un estallido fuerte envíe hacia
mí la sorpresa de su barca que me transporte hacia el lugar donde ya lo hecho,
hecho está y la entrada es gratuita y para siempre".
Todavía no he contestado su
nota.
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