martes, 22 de enero de 2019

Carta de un viejo amigo


Hace ocho largos años que lo perdí de vista. Éramos compañeros de trabajo. Se había empezado a coser una amistad entre los dos en tanto en cuanto compartíamos algunos aspectos de nuestra vida fuera del trabajo. Después de su jubilación habíamos hablado en dos o tres ocasiones por teléfono ya que él se fue a residir a Madrid, ciudad que le encantaba desde trabajó allí siendo joven.

Igual he de rectificar lo dicho anteriormente. Tan amigos no debíamos ser dado que no sabía nada de su enfermedad. Hace pocos días recibí un escrito suyo, que me atrevo a compartir con quien esté leyendo este post:

“Hablo  con frecuencia de alegría y gozo, del vivir el aquí y ahora, de ser positivo, de mirar hacia delante, pero estoy triste. Algo de sombra me acompaña.

Mí cuerpo es débil. Noto que no crezco en salud y en ocasiones me cuesta trabajo aceptarlo. ¿Qué hago yo aquí aparte de sembrar preocupaciones en los más cercanos?

La muerte y yo casi que dormimos conjuntamente. Y con el corazón en la mano me gustaría repetir lo anterior sin el "Casi'.

Contemplo mí vida en un hueco de tiempo y veo muchas mañanas azules que se multiplicaron en ecos portadores de buenas noticias. Pero han habido otros momentos más intensos en los que mis espigas no han germinado y se ha partido la ola blanca que flotaba en mí pecho.

Sí me apetece, sí. Me gustaría hacer ya el viaje hasta el puerto dónde acaba el circuito. No necesito que me anuncie campana alguna ni que preciosas alfombras orientales apoyen mi cuerpo.

Cómo me gustaría que esta noche, mientras los demás duermen, la selva de un estallido fuerte envíe hacia mí la sorpresa de su barca que me transporte hacia el lugar donde ya lo hecho, hecho está y la entrada es gratuita y para siempre".

Todavía no he contestado su nota.



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