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jueves, 12 de marzo de 2020

Coronacrisis

En 1973 tuvo lugar la llamada “Crisis del Petróleo”. Los miembros de la OPEP -Organización Países Productores de Petróleo- decidieron subir el precio de su producto. Se desencadenó entonces una de las últimas crisis económicas “clásicas”, si por “crisis económica clásica” entendemos a aquélla cuya causa es, en principio, un desajuste entre oferta y demanda. En este caso, el oferente puso el precio muy por encima -y de un día para otro- de lo que había sido hasta el momento. Es incremento en el precio suponía que los costes de producción se trasladaba toda la fabricación de los diferentes bienes y servicio -y en todos los sectores: desde el gasoil de un tractor utilizado para la recolección de cereales en Segovia, hasta el del combustible de un avión que cubriera la línea entre San Juan de Puerto Rico a Río de Janeiro-. Con el tiempo y muchas negociaciones, la economía mundial fue capeando el temporal y adaptándose a las nuevas circunstancias. A todo se acostumbra uno, diría el refrán.

Esa fue la última crisis “clásica”, comentábamos: las que provienen de un desequilibrio drástico y casi imprevisto entre oferta y demanda. Las mayor parte de las siguientes grandes crisis han tenido otras causas no estrictamente económicas. Sin ir más lejos, la crisis de la pasada década tuvo un origen financiero -las bolsas y los mercados encargado de ofrecer ese tipo de servicios se saltaron los mecanismos de control antes respetados y acabaron ofreciendo productos que no tenían respaldo económico real- aunque posteriormente acabara trasladándose a la economía cotidiana. Aquello -seamos serios- fue más una estafa que otra cosa. El problema es que se llevó un sin fin de empresas y empleos y sirvió para que las rentas del trabajo perdieran presencia respecto a las rentas del capital.


 Ahora, la presente crisis -la del coronavirus- es un regreso a las viejas crisis medievales, como cuando la peste negra asoló Europa, allá por el siglo XIV. Las ciudades se aislaban, impidiendo la entrada de todo aquel que fuera sospechoso de estar infectado. Las ferias y los mercados se fueron al traste y el comercio quedó prácticamente interrumpido. ¿Les suena de algo la situación?



Han pasado seiscientos años largos y volvemos a la casilla de salida. Naturalmente estamos en mejores condiciones. No son ni remotamente comparables las circunstancias sanitarias ni cualquier otras, por supuesto. Pero hay aspectos de la naturaleza humana que no han cambiado ni cambiarán: los miedos atávicos, las reacciones xenófobas, histéricas, los comportamientos egoístas e insolidarios que siempre acaban apareciendo en situaciones descontroladas.

Hoy las fake news cumplen el mismo siniestro papel que en aquellos tiempos de la Peste Negra tenían las supersticiones: extender el desasosiego y la confusión.

A cada cual le toca ahora separar el polvo de la paja.


viernes, 28 de febrero de 2020

No es no, otra vez el fin del mundo

Proliferan estos días las imágenes apocalípticas a propósito del coronavirus, pero impresiona en particular la fotografía de un militar italiano que patrulla en el perímetro de la catedral de Milán provisto de mascarilla y de una ametralladora. Han desaparecido los turistas y los transeúntes en la zona del Duomo. Y se ha derrumbado el Ibex con todos los síntomas del efecto mariposa.


El virus no es ya un exotismo asiático, una fiebre amarilla, sino un problema occidental. Tan occidental y tan cercano como las góndolas vacías —parecen féretros navegando en la laguna Estigia— y como los partidos de fútbol que se van a suspender, bien sea para prevenir la pandemia real o bien sea para neutralizar la enfermedad imaginaria: una especie de hipocondría planetaria que expone el poder de la superstición en las supuestamente sociedades informadas e instruidas. La aldea global es antes una aldea que un fenómeno global, de tal manera que el sensacionalismo de las televisiones y la sugestión de una plaga bíblica predisponen el diagnóstico de una comunidad vulnerable y expuesta, otra vez, a la psicosis del fin del mundo.

La propia Organización Mundial de la Salud alerta “urbi et orbi” del advenimiento de la gran pandemia, pero no está claro en qué consiste defenderse de ella, más allá de comprarse una mascarilla y de llevar un crucifijo o una bala de plata en el bolsillo. Se diría que la verdadera enfermedad es la histeria. No como mera abstracción, sino como demostración de una susceptibilidad que precipita las situaciones incontroladas de estrés, recelo del extranjero, angustia social y reacciones instintivas. Compramos en los chinos menos que antes. Y es probable que represaliemos ahora las pizzerías, más todavía cuando los programas de mayor audiencia promueven y vampirizan el gran espectáculo del planeta contaminado. Y no porque no haya razones para preocuparse ni para tomar medidas, sino porque el miedo a un agente exterior que se contagia fácilmente y que adquiere propiedades letales sobreestimula la credulidad de los espectadores.

Le sucedía al protagonista de Molière en 'El enfermo imaginario'. Poco importa que la enfermedad sea ficticia si provoca los efectos psicosomáticos de una afección 'verdadera'. El propio Molière fallecería al poco de estrenar la premonitoria pieza teatral, originando la leyenda negra de la indumentaria amarilla. Se supone que la llevaba puesta en las funciones. Y que le trajo mala suerte ponérsela, de tal manera que se ha generalizado la maldición del amarillo en los ambientes teatrales y hasta en los taurinos.

Tiene sentido la anécdota en el contexto del carnaval en que sarcásticamente ahora nos encontramos. El travestismo de los disfraces predispone la generalización de una indumentaria aséptica y purísimamente blanca que describe un estado de sugestión enfermizo. El desinfectante se vende a precio de oro en Italia. Costaba tres euros hace unos días y ahora se eleva a 23, de tal forma que la histeria se traslada a los problemas de abastecimiento y provoca una epidemia social a expensas de la serenidad y de la convivencia. Sucederá lo mismo en España en cuanto aparezcan los primeros casos. Los ancianos se mueren por centenares a cuenta de la gripe, pero el coronavirus excita la imaginación de una pandemia crepuscular, más o menos como si la peste bubónica nos estuviera acechando.

La gravedad inequívoca del coronavirus arriesga a ser menos relevante que la convulsión de la sociedad derivada del tremendismo y de las enfermedades imaginarias. Tanto valen estas últimas como las reales si terminan provocando un caos social, económico y hasta geopolítico, entre otras razones porque los remedios al brote apocalíptico engendran la sobreactuación y describen otros muchos intereses derivados. Empezando por la guerra comercial a China. Y por todas las dudas que ha planteado el régimen asiático en términos de transparencia y de rigor.

Es la razón por la que los medios informativos deberían responsabilizarse de la cautela y del rigor, pero la tentación de proyectar una película apocalíptica sobrepasa cualquier escrúpulo deontológico. Paradójicamente, la era del conocimiento procura todos los medios para propagar la superstición y los miedos atávicos. Sucedió con el ébola. Y volverá a ocurrir cada vez que se relacione al extranjero con el enfermo y al enfermo con el extranjero, más todavía en estos tiempos de populismo xenófobo y de prevención al contagio no ya de un virus sino de las ideas y de las reflexiones que puedan contaminar el hábitat de nuestra caverna.

Rubén Amón
(en elconfidencial.com; 25 de febrero de 2020)

lunes, 17 de febrero de 2020


El coche propaganda de las ultimas elecciones americanas, pilotado por Trump llevaba una bandera “antiglobalización, cosa que permitió al premio Nobel en economía Paul Krugman calificarlo como uno de los futuros presidentes más tontos de la historia norteamericana, cosa confirmada con el paso del tiempo. Igual trayectoria ha seguido el último de los elegidos en Brasil, el ex capitán Bolsonaro quien,  junto a algunos negacionistas, en sus cargos de ministros rebaten este fenómeno, que sólo personas desinformadas -o directamente, malintencionadas- y con prejuicios no perciben.

¿Por qué se trata de un disparate de los más insensatos? Porque va directamente contra la lógica del proceso  hace miles de años, los seres humanos, surgidos en África (todos somos africanos), empezaron a dispersarse por el vasto mundo, comenzando por Eurasia y terminando en Oceanía. Al final del paleolítico superior, hace cuarenta mil años, ya ocupaban todo el planeta con cerca de un millón de personas.

Desde el siglo XVI comenzó la vuelta de la diáspora. En 1519-1522 Fernando de Magallanes realizó la primera vuelta al planeta, comprobando que es redondo. Cada lugar puede ser alcanzado desde cualquier lugar. El proyecto colonialista europeo occidentalizó el mundo. Grandes redes, especialmente comerciales, conectaron a todos con todos. 

Este proceso se prolongó desde siglo XVII al XIX cuando el imperialismo europeo, a hierro y fuego, sometió el mundo entero a sus intereses. Nosotros, los del Extremo-Occidente nacimos ya globalizados. Y el procesó aun se en pleno el siglo XX, después de la II guerra mundial y las redes sociales nos han hecho vecinos unos de otros. Pero aun hay quien no lo quiere ver.

P.D este post es una adaptación resumida del artículo escrito por Leonardo Boff.



lunes, 5 de noviembre de 2018

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Somos muchos lo que queremos disfrutar de nuestros derechos a una vida privada.  Hay otros, sobre todo entre los famosos, que disfrutan dejando atrás ese derecho. Y les  gusta esa dinámica tanto que ganan una buena dosis de dinero por darla a conocer. Y donde más peleas hay, violencia, oscurantismo y cosas similares  mucho más se compra por parte del público.

Otro espacio donde esto goza de buenas acogida son las redes sociales. Podríamos decir que hay una especie de traje de trabajo por parte del protagonista de famoseo, y, a estas alturas, códigos ya marcadas y establecidas. Y eso lo ves desde las fotos que se sacan las adolescentes en las redes que lo comenzaron las famosas: la conocida postura de quebrar la cintura hacia dentro para que los glúteos sobresalga hacia fuera, los morritos simulando un beso robado. Entre postureos e “influencers” -cada cual recurre a este festival de la confusión con sus armas…- ha nacido un nuevo género audiovisual y literario donde se trata simplemente de engañar, ser engañado, odiar y venderse . En definitiva originar un escándalo.

Es la revolución de principios de este siglo: reproducir  información, chismes y rumores, tamizados y distribuidos por las redes.