Proliferan estos días las imágenes
apocalípticas a propósito del coronavirus, pero
impresiona en particular la fotografía de un militar italiano que patrulla en
el perímetro de la catedral de Milán provisto de mascarilla y de una
ametralladora. Han desaparecido los turistas y los transeúntes en la zona del
Duomo. Y se ha derrumbado el Ibex con
todos los síntomas del efecto mariposa.
El
virus no es ya un exotismo asiático, una
fiebre amarilla, sino un problema occidental. Tan occidental y tan cercano como
las góndolas vacías —parecen féretros navegando en la laguna Estigia— y como
los partidos de fútbol que se van a suspender, bien sea para prevenir la
pandemia real o bien sea para neutralizar la enfermedad imaginaria: una especie
de hipocondría planetaria que expone el poder de la superstición en las
supuestamente sociedades informadas e instruidas. La aldea global es antes una
aldea que un fenómeno global, de tal manera que el sensacionalismo de las
televisiones y la sugestión de una plaga bíblica predisponen el diagnóstico de
una comunidad vulnerable y expuesta, otra vez, a la psicosis del fin del mundo.
La
propia Organización Mundial de la Salud alerta “urbi
et orbi” del advenimiento de la gran pandemia, pero no está
claro en qué consiste defenderse de ella, más allá de comprarse una mascarilla y de llevar
un crucifijo o una bala de plata en el bolsillo. Se diría que la verdadera
enfermedad es la histeria. No como mera
abstracción, sino como demostración de una susceptibilidad que precipita las
situaciones incontroladas de estrés, recelo del extranjero, angustia
social y reacciones instintivas. Compramos en los chinos menos que antes. Y es
probable que represaliemos ahora las pizzerías, más todavía cuando los
programas de mayor audiencia promueven y vampirizan el gran espectáculo del
planeta contaminado. Y no porque no haya razones para preocuparse ni para tomar
medidas, sino porque el miedo a un agente exterior que se contagia fácilmente y
que adquiere propiedades letales sobreestimula la credulidad de los
espectadores.
Le sucedía al protagonista de Molière en 'El
enfermo imaginario'. Poco importa que la enfermedad sea ficticia si provoca los efectos psicosomáticos de una
afección 'verdadera'. El propio Molière fallecería al poco de estrenar la
premonitoria pieza teatral, originando la leyenda negra de la indumentaria
amarilla. Se supone que la llevaba puesta en las funciones. Y que le trajo mala
suerte ponérsela, de tal manera que se ha generalizado la maldición del
amarillo en los ambientes teatrales y hasta en los taurinos.
Tiene
sentido la anécdota en el contexto del carnaval en que sarcásticamente ahora
nos encontramos. El travestismo de los disfraces predispone la generalización
de una indumentaria aséptica y purísimamente blanca que describe un estado de sugestión enfermizo. El
desinfectante se vende a precio de oro en Italia. Costaba tres euros hace unos
días y ahora se eleva a 23, de tal forma que la histeria se traslada a los
problemas de abastecimiento y provoca una epidemia social a expensas
de la serenidad y de la convivencia. Sucederá lo mismo en España en cuanto
aparezcan los primeros casos. Los ancianos se mueren por centenares a cuenta de
la gripe, pero el coronavirus excita la imaginación de una pandemia crepuscular,
más o menos como si la peste bubónica nos estuviera acechando.
La gravedad inequívoca del coronavirus
arriesga a ser menos relevante que la convulsión de la sociedad derivada del
tremendismo y de las enfermedades imaginarias. Tanto valen estas últimas como
las reales si terminan provocando un caos social, económico y hasta
geopolítico, entre otras razones porque los remedios al brote apocalíptico
engendran la sobreactuación y describen otros muchos intereses derivados. Empezando por la guerra comercial a China.
Y por todas las dudas que ha planteado el régimen asiático en términos de
transparencia y de rigor.
Es
la razón por la que los medios informativos deberían responsabilizarse de
la cautela y del rigor, pero la tentación de proyectar una película
apocalíptica sobrepasa cualquier escrúpulo deontológico. Paradójicamente, la
era del conocimiento procura todos los medios para propagar la superstición y
los miedos atávicos. Sucedió con el ébola. Y volverá a
ocurrir cada vez que se relacione al extranjero con el enfermo y al
enfermo con el extranjero, más todavía en estos tiempos de populismo
xenófobo y de prevención al contagio no ya de un virus sino de las ideas y de
las reflexiones que puedan contaminar el hábitat de nuestra caverna.
Rubén Amón
(en elconfidencial.com; 25 de
febrero de 2020)
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