Debe
ser que ya no nos acordamos ni de la fiebre porcina, ni de la fiebre aviar, ni
del virus del ébola. Ahora toca el Coronavirus y vuelven a sonar todas las
campanas, como si por todo el globo cabalgara suelto a lomos de su corcel el
jinete del Apocalipsis encargado de este negociado.
De
nuevo los medios de comunicación (y de intoxicación) despliegan todo su arsenal
de influencia en la opinión pública. No es cuestión de minimizar nunca la
gravedad de una epidemia, ni la pérdida de las vidas que se ha llevado ya, y se
llevará en esta ocasión. Pero crispa comprobar la facilidad con que se
discrimina a la comunidad china, en este caso, por el hecho de serlo.
Pareciera
que en la memoria colectiva de los europeos aun estuviera vigente el atávico recuerdo
de la Peste Negra, que se llevó por delante al 30% (en algunas regiones de Italia
superó el 60%) de la población del continente a mediados y finales del siglo
XIV.
Como
ahora, aquella fe un periodo de la Historia en la que se habían abierto las
fronteras a las rutas comerciales, un factor que contribuyó a la rápida
propagación de las plaga. Hoy, que vivimos en un mundo globalizado ese riesgo
sería aun mayor, si no fuera porque el mundo en el que vivimos es otr muy
distinto. El tiempo no pasa en balde.
Y
un país que es capaz de levantar, en menos de un mes, dos hospitales,
preparados con la última tecnología para atender a más de cuatro mil afectados
merece un voto de confianza. Son los primeros interesado en acabar con el
peligro de la epidemia.
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