Me llamó el director de la
escuela para darme a conocer los problemas con mi hija de seis años. Según sus educadores la niña era muy
controladora con sus amigas. En el recreo era ella quien marcaba los tiempos. Y
en clase acosaba a sus compañeros si escribían mal o se salían de lo
establecido y en el comedor regañaba las compañeras que comían con la boca
abierta. Estas actitudes de su hija podrían facilitar que las demás compañeras
las marginasen.
Al escuchar a su tutora fui
siendo consciente poco a poco que mi hija era un doble mío. Había copiado de mí
el mal ejemplo de mi manía de tener que controlarlo todo, no solo a ella sino
también a las personas que trabajan conmigo.
Siempre odie esta actitud
porque es vivir del miedo del control de terceros. Así que pensé que tendría
que vivir un cambio de actitudes para los demás, también lo estaba haciendo
para las amigas de mi hija.
Ahora tenía dos obligaciones.
No sólo cambiar la actitud de mi hija; primero debería cambiar la mía -y en ese
orden-. Mi actitud positiva me ayudaría a cambiar la suya. En definitiva sería
trabajar para no romper lo más grande que tenemos las personas que gozamos de
la vida: la libertad.
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