Solo tuve que abrir la
puerta. Te acomodaste en mi vida sin cambiar los muebles. Llegaste ligera de
equipaje y te fuiste cargada de las caricias que sembré en tu piel, de los
besos que deposité en tu boca golosa. Yo no pretendía nada o tal vez si -para
que voy a engañarte- si eras el agua fresca que calmaba mi sed de años, dormida
ya de hastío a la espera de ti. Cuando entraste en mi cama vestida con la luz
de la luna, te dibuje una manta de galaxias para que no te enfriaras y bebí de
los planetas que juntos descubrimos mientras jugábamos a buscar El Principito.
Te convertiste en rocío de mi
mañana, en escarcha blanquita en mis noches de invierno y en espuma de mar que,
en el verano de mis sueños, dibujaba zapatillas de arena, para danzar al son de
mis “te quieros”.
Te me hiciste imprescindible,
impensable, importante, interesante, íntima, inmensa y tanto que tan solo me
bastaba respirarte, beberme de un sorbo tu sonrisa.
!Ah, la dicha! La dicha era reflejarme
en tu mirada, que me devolvía la imagen de un loco enamorado. Loco pero feliz.
Peregrino de las tonterías, que dejabas escondidas en el fondo de un cajón, en
las fundas de mis vinilos, en alguna canción escurridiza. Y me fui poniendo
romántico, no me daba miedo pasar por cursi. Escribí sonetos en servilletas,
mientras bebía la miel de tus fantasías, que hice mías. Se me resbalan las “ds”
por el tintero y corrían sin prisa en pos de tus maravillas.
¡Quién lo iba a decir! yo que
pensaba que estaba de vuelta de las cosas y termine descubriendo las esquinas
de mi cama. El mapa del tesoro en la isla de los niños perdidos. ¡¿Cómo no
perderse?!
Si tú eras Wendy, yo era
Peter Pan, escuchando tus historias, dibujando con colores personajes en el
imaginario de tus afectos.
Y así jugando a
olvidarte, volvía a descubrirte. Cada vez más clara, más cálida, más amena. Y
yo cada vez un poco más prendado de ti.
C. Cecilia López
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