No pude evitar el estornudo.
Allí había más polvo en el ambiente que en una fábrica de cemento de Buñol.
Había pasado por delante de esa librería “de viejo” infinidad de veces, pero
siempre me había resistido a entrar, porque sabía que, una vez traspasado el
umbral, ya no podría evitar convertirme en un adicto irredento.
Lo confieso, tengo un vicio:
“colecciono”. Colecciono casi cualquier cosa, libros, discos de vinilo,
figuritas de Cascaes, ese pequeña ciudad portuguesa, famosa precisamente por su
artesanía de esculturas de madera -esculturas pequeñas, por supuesto, que
tampoco sobra espacio en casa. Coleccionista de todo, insisto; incluso de
alguna que otra piedra pintada desde que una amigo me mostró las que trajo de
Senegal unas cuantas y me contó que cada una era diferente al resto, con
diseños y colores, que les daban vida propia y una simbología única, como la
que tenía un cocodrilo, un animal sagrado por allí, y que simbolizaba la fuerza
y la inteligencia de la naturaleza.
No pude evitarlo. Ese libro
de arte japonés antiguo parecía llamarme desde el escaparate. Siempre me ha
fascinado Japón, nunca lo he visitado, ni creo que tenga la oportunidad de
hacerlo en mi vida, pero la mezcla de tecnología y tradición me subyuga. Entré
en la librería y ya el ambiente -todo un microclima- me trasladó al instante a
otro mundo. Un mundo lejos de los ebook, las visitas “on line”, las webs…
Inevitable retroceder en el tiempo, cuando todo parecía más simple.
Pregunté a la dependiente,
una joven poquita cosa y con gafitas redondas, que encajaba a la perfección en
el paisaje, rodeada por los libros que llenaban de arriba abajo las estanterías
de las paredes. Recogió con tan mimo el tomo que más parecía la enfermera de
una maternidad acercando un bebé a sus padres por primera vez. Aquella chica
amaba su trabajo.
Por primera vez tuve en mis
manos el libro, con las cubiertas del color de las castañas oscuras, más pesado
de lo que yo pensaba, y ese aroma del papel que ha visto pasar una y otra vez
las estaciones. Inexplicablemente, las letras doradas de su título conservaban
un brillo dorado, como si acabaran de ser salir de la imprenta. No tardé mucho
en decidirme, pagar el importe y salir de la vieja librería.
Entonces comprendí que
no era yo quien me había comprado el libro; era el libro el que se había
apoderado de mí.
Preciosa narrativa. Si hay objetos que le compran a uno. El problema es el precio del que compra y si valor. Ya sabes que no es lo mismo. Ubuntu para ti y los tuyos. Hermano.
ResponderEliminarY su valor. Quise decir.
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