Debía tener siete u ocho años
mi amigo Damián el verano en el que sus padres le llevaron a un pequeño pueblo
perdido en la sierra del Guadarrama. Su abuela, la señora Natividad -una
entrañable murciana bajita y regordeta-, había convencido a la familia que la
mejor forma de curar la tosferina del crío era que su nieto pasara esos meses
calurosos, rodeado de ovejas y cabras. Al parecer, el polvo que levantaban los
animales mientras el pastor los llevaba de aquí para allá eran un remedio eficaz
contra sus pulmones debilitados. Por aquellos años, mitad de los sesenta, la
esperanza de vida en nuestro país no llegaba, ni con mucho, a los 70 años. Era
aquella España aun quedaba mucho camino por recorrer en cuestiones sanitarias.
Enfermedades como la viruela, las paperas, el sarampión, la tosferina, el
tifus, el tétano causaban pavor. Lejos quedaban aun estas “Tres Ces” -cáncer,
coche y corazón- que tanta alarma causan hoy en día.
Damián se pasó semanas poniéndonos
al día de las aventuras que un niño urbanita vivió durante su aquellas semanas,
pero no recuerdo si aquella experiencia sirvió para dejar la tosferina atrás.
Me inclino a pensar más en la eficacia de la vacuna que acabó poniéndole el médico
de cabecera -que era como se les llamaba entonces a los que hoy llamamos médicos
de familia-. Posiblemente doña Natividad se murió años después convencida aun
de que su remedio eran tan eficaz o más que aquella inyección que le pusieron a
su nieto.
Desde entonces, la medicina
ha progresado a pasos agigantados. No nos damos cuenta porque el ser humano
tiene una capacidad asombrosa para acostumbrarse a las buenas noticias. Lo
hacemos tan fácil y rápidamente que
perdemos de vista el sentido común. No creemos inmunes, caminando en una sola
dirección por un sendero con una única dirección.
... e improvisamos o, peor
aun, nos da por desbarrar directamente. Nos sacamos de la manga “medicinas
alternativas” cada vez más alejadas del método científico. O nos aventuramos al
abandono de las regulaciones sanitarias establecidas tras años y años de
experiencias. Cada vez son más frecuentes padres de familia que se saltan las
normas de vacunación de sus hijos, so pretexto de los abusos de las empresas
farmacéuticas (reales en muchos casos) o de negativos efectos secundarios. ”Mucha
química” aducen.
En otras, incluso, ignoramos el
sentido común y sentenciamos que no hay peligros en consumir -sin ir mas lejos-
leche cruda sin someterla al proceso de pasteurización; es decir, ingerir leche
de vaca, cabra u oveja directamente de la tata a la mesa. Se argumenta que, de
esta manera, se conserva todo el sabor natural y todas las propiedades que
regala la naturaleza; las mismas que se pierden al cocerla. Lo que no se revela
es el trasfondo económico que hay tras la propuesta. ¡De locos! No es que se
pongan los que así obras en peligro, es que nos ponen en peligro a los demás
¿Nos imaginamos un mundo en
el volvamos a prescindir de las vacunas y de los criterios de comercialización
de lo que nos llevamos a la boca? ¿Merece la pena correr el riesgo?
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