Aquella casa parecía un
mausoleo. Nunca me han gustado las habitaciones recargadas de muebles,
alfombras o cortinas, que más que filtrar la luz, parece que te aíslan del
mundo. Cada vez que entraba en ella el ambiente me deprimía. Era como regresar
en el tiempo a épocas en las que no fui feliz.
Por aquel entonces no era
consciente, quizás, porque no tenía más alternativa que acompañar casi cada fin
de semana a visitar a la vieja tía Elena. No es que fuera antipática o que se
comportara conmigo de manera diferente a como lo hacía con los demás niños de
la familia. Nunca me faltó un regalo por cumpleaños, aunque la pobre jamás
acertara con mis gustos. No era ella, era el ambiente sofocante de aquella casa
-oscura, atiborrada de figuritas y jarrones con flores de tela-.
Cada mañana de domingo que aparecíamos
por allí -mis padres, mi hermana y yo-, me tocaba escuchar el mismo discurso,
una y otra vez: “No toquéis nada, no juguéis más que en el balcón, no..., no..,
no... no... Todo eran prohibiciones y advertencias. Quizás se debiera a aquella
ocasión en la que mi hermana rompió -sin querer, naturalmente- un disco de
Karina, al que, al parecer la tía Elena le tenía mucho cariño. Mi madre no dijo
nada y recogió los pedazos para colocarlos lo mejor que pudo dentro de su funda
y volverlo a colocar entre la colección de lps. de la estantería. Imagino que
mi tía debió tardar años en descubrirlo, si es que alguna vez lo supo, pero la
reprimenda de mi madre aun la recuerdo. Pagamos justos por pecadores, que es lo
que siempre nos pasa a los hermanos pequeños.
De aquella casa y de aquellos
años, solo recuerdo con agrado una habitación: la buhardilla del piso superior.
Quizás fuera precisamente la ausencia de muebles, el espacio diáfano y la luz
que entraba por la claraboya. Mi hermana yo la descubrimos por casualidad y a
mis padres no le importaba que nos fugáramos allí, mientras ellos tomaban el
café posterior a la inevitable paella dominical. Al fin y al cabo, la tía Elena
ya no subía por allí -las piernas ya no se lo permitía- y si rompíamos algo el
pequeño desastre se reducía a objetos viejos que ya nadie echaría de menos.
Nuestra distracción preferida
era rebuscar en dos viejos arcones destartalados y en cuyo interior buscábamos
algún viejo tesoro. Cualquier objeto nos parecía mágico y de un valor incalculable: un reloj de algún
abuelo perdido ya la memoria de su nombre en el árbol genealógico de la familia,
unas botas militares -que quizás calzó el padre del padre de mi tía cuando
estuvo destinado en Cuba-, unos guantes de lana, un viejo mapa de Versalles con
los bordes raídos, viejas fotos y un revolver pesadísimo -que según me contó
tiempo después mi padre era un colt de 1800 no sé cuantos-similar a los que se
ven en las películas del oeste- y que ni mi hermana ni yo nos atrevimos nunca a
empuñar por miedo a que estuviera cargado, aunque hoy dudo mucho que estuviera
en condiciones de utilizarse.
De aquella casa solo recuerdo
con nostalgia aquella buhardilla. Y a tía Elena, aunque su rostro se me
desdibujó ya en la memoria hace tiempo.
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