De pequeñajo y
adolescente recuerdo mis grandes estancias en casa de los abuelos. Dos cosas
que no tenía en la ciudad: el río y la lluvia frecuente. Muchas veces llovía
tanto que el agua corría por el barranquillo que estaba al lado de casa. Hace
ya unos cincuenta y cinco años en los que rara vez ha vuelto a correr al agua
como si de un río se tratase. Llovía y llovía y llovía, y no por eso íbamos los
amigos, Juan, Manolín y yo, a dejar de jugar. Nos aburríamos jugando tanto
tiempo al parchís dentro de las casas. Y con el disgusto de los padres y de los
abuelos, en mi caso, aprendimos a jugar bajo la lluvia. Porque lloviera no
íbamos a dejar de cantar, saltar, correr y brincar. Incluso jugamos a la piola
mientras el agua nos empapaba.
Ahora veo llover
menos veces – cosas del cambio climático, dicen-, pero cuando veo la lluvia
siento como si las nubes desencadenaran huracanes de nostalgia. Y confieso que,
a veces, caigo en la tentación de salir a caminar bajo la lluvia y que ésta me
empape. Nunca he cogido un catarro o gripe alguna por este motivo. Los adultos
están llenos de prejuicios en esto, piensan que así pueden coger un catarro. La
lluvia hoy parece en muchas ocasiones como si fuera una cosa del pasado. Al
oírla recobramos la curiosidad del niño que veía como ponía ciegos los
cristales de una casa.
Qué lindo!!!! ahora soy yo la que va al pasado a pisar charcos
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