Mirar hacia
dentro. Conocernos a nosotros mismos. Aceptar ser como somos. Desde pequeños
nos enseñan a ello. Y si sabiéndolo hacer desde pequeños descubrimos que somos
inocentes (así lo dicen también los mayores que nos rodean), que hablamos lo
que sentimos y que no nos callamos ante
lo que no nos gusta, ¿por qué al crecer dejamos de ser como somos? Y así, entre
otras, creciendo se pierde la inocencia de la vida de la gente.
Nos educan para
que seamos honrados y honestos (que no es lo mismo ni mucho menos) y, al llegar
a una determinada edad, se nos exige que seamos astutos y espabilados. “Es la
vida” te dicen, como si todos los código inculcados hasta entonces perdieran,
de la noche a la mañana su vigencia y su valor.
Le llaman “madurar”
–como la fruta-, pero a veces es un más “echarse a perder”.
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