Toda mi vida he
sido un adicto a las tertulias radiofónicas. Y no de una emisora, de varias.
Siempre me ha gustado contrastar opiniones, picar de aquí y de allá y extraer
mis propias conclusiones. Puede sonar a tópico, pero es la verdad. Por
supuesto, congeniaba con unos tertulianos más que con otros y tenía mis días
preferidos, que eran aquellos en los que coincidían los que me parecían más
ingeniosos o más agudos en sus afirmaciones.
Cuando el género
se trasladó a la televisión lo acepté de buen grado, aunque tuve la sensación
de que algo se empezaba a perder por el camino. Me pareció que se ganaba en
teatralidad lo que se perdía en profundidad, pero pensé que eran prejuicios
míos, que siempre he visto en la radio una mayor proximidad al receptor del mensaje
que a la televisión.
Pero ya no. Se
me ha acabado la paciencia de ver tertulias televisivas convertidas en shows,
siempre por los mismos payasos que, disfrazados de periodistas, repiten
infinitamente los mismos argumentos falaces, al servicio de intereses tan
evidentes como concretos, y cuya técnica de debate es interrumpir la
argumentación ajena, vía aumento de decibelios en el tono de voz. Es lo que
tiene la demagogia, que primero sorprende, pero después aburre de tan reiterativa
que se hace al oído.
Me niego a ser
un número que aumente el share de la audiencia de un programa que se base en el
escándalo entre tertulianos, en lugar de en la capacidad de diálogo de los
mismos. Me queda el poder que me da el mando a distancia de mi televisor, mi
capacidad para no dejarme caer en la atracción morbosa por ver si llegan a unas
manos a las que nunca van a llegar (ni lo deseo).
De lo que sí tengo
que asegurarme, de ahora en adelante, es que no me falten nunca pilas.
"Es que si la enciendo salen..."...pero al menos que no salgan en mi salón!
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