Vivía en un estrecho callejón. A la mañana se despertaba y abría la ventana
de su habitación. Solo veía otra ventana: la de la casa enfrente de la suya. El
mundo se le venía encima. Se enfundaba una ropa ligera y caminaba un kilómetro
y algo. Ahí, al final del callejón, cambiaba el paisaje: la bahía, el valle, la
mar y la infinita línea del horizonte. En ese momento, comenzaba su día. Alzaba
sus manos, sintiendo unir el cielo con la tierra que pisaba. Observaba el
camino por hacer. Su interior salía de sí mismo. Ya podía regresar a casa:
ducharse, desayunar y emprender la aventura del día. Llevaba consigo la
estrella de la mañana. Y los acontecimientos irían entrando momento a momento
durante el día. Mientras, analizando lo que tenía programado para el día, cerró
los ojos y vio una perspectiva positiva. No en vano llevaba consigo la estrella
de la mañana.
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