Corría el
año 1870 y cada vez se vivía peor. Solo se salvaba de la catástrofe el uno por
cien de la población formada por la nobleza y el clero. El descontento de la
población era superlativo. Y pensadores como Montesquieu, Voltaire, Rousseau y los
enciclopedistas animaban, con sus declaraciones filosóficas, el ambiente
popular. La cosa estalló, como pasa siempre, cuando se gasta más dinero del que
entra y llegó la Revolución Francesa. Su
objetivo: conseguir una sociedad donde rigieran la libertad, la igualdad y,
consiguientemente, la fraternidad.
La Segunda Guerra Mundial dio al
traste con todo eso. Y al acabar, la mayoría de los que dirigían los destinos
de los pueblos se pusieron de acuerdo y pensaron en unas normas de convivencia,
guiadas por el sentido común, que rigieran cualquier conflicto del tipo que
fuesen, incluido el jurídico. Normativa que se aprueba en las Naciones Unidas
en diciembre de 1948, imperando en ella el sentido común con cosas tales como “toda
persona tiene derecho a comer de su trabajo que nunca le debe faltar, toda
persona tiene derecho a decir lo que piensa”, etc…
Y entre ellos llama la atención dos
cuestiones: “Usted tiene derecho a vivir donde quiera” (art 13”). “Tiene
también derecho a opinar de forma diferente a los que gobiernan y luchar por su
modelo social. Puede usted querer y acostarse con quien desee, sea o no del
mismo género siempre que ambos lo decidan así. No hay ningún problema en que usted
profese la religión que le dicta su conciencia, como tampoco lo hay si no
profesa ninguna. No tiene usted que avergonzarse para nada del color de su
piel.” Y si en algún sitio no se respetara como usted piensa, ama, reza o no,
sepan y entiendan los demás países, que presumen de ser libres, que deben
acoger a estas personas cuya vida peligra por la falta de respeto de su país al
sentido común.
Y de ahí es de donde nace lo del
asilo político y lo de los refugiados. Gente que huye de su país porque peligra
su vida. Pero ¿qué pasa después? Llegan a otros países y estos, a pesar de
presumir tener como bandera la libertad, no los aceptan. Si pueden los
devuelven a su país en el avión, barco o patera en que llegan. Si no, los dejan
un tiempo retenido en un centro, como si fueran presos que hubiesen cometido un
delito penal, hasta que puedan devolverlos a su país donde sus vidas corren
peligro. Y si tampoco consiguen devolverlos, los dejan sueltos en el país (no
libres) sin papeles, sin permiso de trabajo, facilitando así el propio gobierno
que trabajen ilegalmente y que los empresarios les paguen con dinero negro. Al
final todo este rollo les sale más caro que acogerles desde el principio con la
posibilidad de un permiso permanente para residir y trabajar.
Por
eso lo de hoy, Día Mundial del Refugiado. “Los gritos de volved a casa negros,
refugiados, sucios inmigrantes, buscadores de asilo, chupando de nuestro país,
negros con sus brazos extendidos huelen extraño. Son salvajes, destrozaron su
país y ahora quieren destrozar el nuestro”. Como las palabras, las malas pintas
les son indiferentes; tal vez porque duele menos que te arranquen un brazo o
los insultos son más fáciles de tragar que los escombros los huesos o el cuerpo
de tu hijo hecho pedazos.
Es, tal vez, la más dura -pero también la más necesaria- reflexión que he leído en este blog. Reconozco que me gustaría estar equivocado, pero me temo que esta guerra, la de los derechos humanos, hace tiempo que la hemos perdido. Aunque seamos muchos los que creamos en ellos y los defendamos.
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