Desde jovencillos eran
amigos. Cada uno se echó su pareja y el grupo de amigos creció, pues las
parejas comenzaron con naturalidad a formar parte de la historia. Entre ellos
compartían sus relaciones personales y cada uno pensaba que los otros como
parejas funcionaban estupendamente. La armonía parecía palparse.
Un día dos de ellos, por
motivos de competitividad en el trabajo, se enfrascó con su amigo que era
también compañero de trabajo –muchas veces hemos escuchado que en el trabajo no
hay amigos-. Y eso fue lo que pasó. La discusión no solo resultó acalorada, sino
que aquellos dos íntimos amigos terminaron a piñazo limpio, teniendo que ser
separados por varios de los compañeros. Y lo curioso además es que, en el
fragor de la pelea, se dijeron infinidad de cosas despectivas uno del otro que,
según comentaban, se habían ido aguantando.
Y se creían en armonía.
Engaño puro el que vivían. Justo en ese momento, cuando los dos se rompen la
cara a trompadas parece haber más entendimiento, sinceridad y nivel de igualdad
que durante su historia como buenos amigos.
Ni que decir tiene que este
hecho dio al traste con toda la pandilla. Comenzaron los recelos, las
desconfianzas, el “si tú dijiste”, “si tú le contaste a” que parecían más
amigos de los que han estado fuera de la pandilla que de ellos mismos. Igual es
verdad aquello de que los ciegos ven mejor el interior de los demás que los que
poseen buena vista. Ya lo decía Ramón y Cajal: “Es difícil ser buen amigo de
los amigos, sin ser algo enemigo de la equidad".
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