Pavor, y no otra, era la palabra que mejor definía su estado de ánimo.
Pavor a sentarse en una silla de ruedas y no volver a levantarse; pavor a mirar
el mundo desde abajo, a mirar hacia arriba al hablar con cualquiera. Pensaba
que postrarse en esa silla era la renuncia final a una vida de esfuerzos desde
que la enfermedad se hizo patente, cada vez con más presencia. Se había
acostumbrado a la admiración que levantaba en los demás su esfuerzo cotidiano
por aparentar normalidad.
Pero de un tiempo a esta parte, cada bordillo de cada acera, cada suelo
mojado o arenoso, cada pulido mármol en un vestíbulo, cada escalón, se habían
convertido en cordilleras infranqueables en un viaje que era más una huida
hacia delante que en una lucha de superación. Y en realidad, ya no hacía falta
demostrar nada a nadie –ni siquiera a sí mismo-. Solo quedaba el orgullo, un
orgullo que le había valido para conseguir metas que, de otra forma, dadas sus
limitaciones, no hubieran sido posibles. Pero ahora, ese orgullo era una losa y
no una palanca. Ahora ese orgullo jugaba en su contra.
Semanas después había redescubierto su ciudad. Es cierto que ya no subiría
a la torre medieval desde que la que se divisaba la muralla, pero es que, en realidad, nunca se había planteado ascender hasta allí,
ni siquiera en los momentos en que su enfermedad lo hubiera permitido. Volvió a
pasear por las calles, a visitar los parques donde juegan los niños, los
mercados de frutas. Volvió a disfrutar de la lluvia en la cara – sin miedo ya-.
Y por primera vez en mucho tiempo se
sintió libre, contemplando el mundo sentado en su silla de ruedas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario