- Qué no, que no… que a mí no me subes a un velero “ni-harto-vino”. La última vez que me monté en algo parecido fue en el la barcaza esa que te lleva del puerto de Alicante a Tabarca… y debía tener yo ocho años como mucho. Eché hasta la primera papilla. Desde entonces no me he subido ni a un patín de playa, de esos de pedales.
- Pues tú te lo pierdes, porque…
Y se pusieron a glosar las maravillas del viento en la cara, la sensación de libertad, las ventajas de bañarse en pelotas en alta mar… y todos los tópicos recurrentes en estos casos. Yo hacía como que les escuchaba, sin molestarme en desmontar ninguno de sus argumentos, porque no hay manera de convencer a un talibán, aferrado a sus verdades irrenunciables.
Yo, que soy de secano por la gracia de dios, me conformo con mis paseos por la playa, recrearme con la imagen romántica de las olas rompiendo para llegar mansas ya a la orilla y ver cómo van borrando las huellas de mis pasos. Como en las postales y en las fotos de internet.
Ya sé que me pierdo, pero enseguida me viene a la memoria aquella vez en la playa de Cullera, cerca de un hotelito de los años sesenta o setenta que se llama “Sicania” -como la tribu que poblaba aquella zona antes de que los romanos “urbanizaran” Sagunto-. Estaba yo en “modo ecologista romántico”, extasiado en el paisaje silvestre, cuando me vi a un pedazo de gaviota obligando a poner pies en polvorosa a un par de perros salvajes que, quizás se habían acercado demasiado a aquel buitre marino. Debía medir la condenada más de metro y medio de ala a ala. Pero cuando despejó el panorama la tomó conmigo. Aun se me erizan los pelos de cogote recordando sus vuelos rasantes sobre mí… Así que cuando veo huellas de gaviota o miro para arriba y veo alguna cerca lo normal es que cambie de dirección. Ni yo les caigo simpático ni ellas a mí. Vamos a llevarnos bien.
A mi que me de tierra firme. Lo siento. Y más en días como hoy, con nubes de tormenta.
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