Catorce o quince años creo recordar que tenía yo cuando alguien tuvo el detalle de regalarme mi primer libro de Mafalda; más que un libro un cuaderno grueso, apaisado, con tapas de color morado. Aún lo conservo, aunque este desvencijado de tanto repasarlo una y otra vez.
Desde entonces, ella misma, sus sufridos padres, su hermanito Guille y su pequeño grupo de amigos -Felipe, Manolo, Miguelito, Susana y la pequeña Libertad- se volvieron también los míos. Me ayudaron a comprender el mundo -así de claro-, a comprender lo que ocurría a los demás y, también, a respetar los untos de vista de otros.
Después, y poco a poco, descubrí el universo en blanco y negro de su creador, Quino. Un universo lleno de ternura, inteligencia y claridad. Sus personajes, casi todos anónimos, estaban llenos de realidad; de vida cotidiana, pero sobre todo de humanidad. Eran ciudadanos en los que te reconocías, en los que los problemas cotidianos se plasmaban sin acritud, sabedores de la dificultades -a veces insalvables- les convertía en dignos supervivientes. No recuerdo una sola viñeta de Quino en la que se desprenda odio, falta de respeto, desprecio… quizás sólo cuando el tema versaba en torno a las dictaduras militares (en un país como el suyo, Argentina, que sabía de sus dolorosas consecuencias).
Se nos ha ido Quino. Quizás sea hora de recordar alguna de esas pequeñas grandes frases que salieron de su boca: “Ya que amarnos los unos a los otros no resulta, ¿por qué no probamos amarnos los otros a los unos?”.
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