La actual pandemia ha hecho mella ya en nuestra sociedad con millones de afectados por despidos, ERTEs, negocios cerrados, debido al descenso de la actividad económica.
Es solo el principio. Los efectos, directos e indirectos empiezan a aflorar. Sufren y sufrirán las trabajadoras del hogar, los autónomos endeudados, las familias monomarentales, los niños que comían, gracias a becas comedor o a la merienda que hacían en el centro abierto.
Y si dirigimos nuestra atención a otras partes del mundo la situación no va a ser mejor. Fijemos nuestra atención a las favelas o las grandes ciudades africanas, allá donde el jabón y el agua son un lujo y la distancia social un imposible, el escenario todavía es más terrible.
No, no van a ir bien las cosas. La vida nunca ha sido buena para todos, es cierto Ni siquiera en los mejores momentos. Y todo ello no es incompatible con decir que la vida es un don. Cada día puede ser una maravilla, incluso recluidos en casa, pero no hay ninguna necesidad de negar el horror. La aventura de asumir el sinsentido -la injusticia y la desgracia- y aun así, seguir adelante, es mucho más interesante que el pensamiento mágico del “Todo irá bien”.
Nadie que esté en la parte baja de la pirámide social y que no pertenezca al grupo de los enriquecidos nos dirá que todo irá bien”, porque conoce demasiado bien la precariedad de la existencia humana. Pero también sabe que la semilla tiene que caer al suelo fértil para dar fruto, y que lo que tiene que venir después es una maravilla. Esperanza a pesar de todo.
No todo irá bien, pero podemos encontrarle un sentido al confinamiento. Valorar aquello que teníamos y ya no; agradecer lo que sí conservamos; sentirnos parte de un todo solidario que ayuda allanar la curva. Hay que aprender a vivir de otro modo, descubrir que hay vida más allá de la obsesión por la productividad.