Con ganas de dejar la rutina de cada día hizo las maletas y se fue de su ciudad. Y en esta nueva etapa descubrió a su mejor amiga: ella misma. No se sentía una persona solitaria. Conversaba y reía con sus compañeros de trabajo, aunque, para salir de fiesta, no quedara con nadie especial. Comía casi siempre en casa y adquirió una costumbre que se hizo en ella un hábito: después de la cena se sentaba a conversar a diario con su libreta. Y así fue experimentando que, de aquel cielo gris y engarrotado, iba desapareciendo las turbias nubes que tapaban el cielo azul.
Hoy, al verse más fuerte por dentro, y habiendo superado lo que ayer le causaba lágrimas, ha vuelto a recuperar la calma en su rostro y sus lágrimas en silencio se han ido convirtiendo en amplias sonrisas.
La sonrisa que nace de la armonía interior es la más preciosa.
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