domingo, 7 de junio de 2020

De a cuatro en fondo


Apenas si me reconozco en la foto. Fue bastante antes de pegar el estirón y me saliera bigote. Pero me acuerdo perfectamente de aquel maravilloso verano. Un verano distinto a esos otros largos, eternos, aburridos y calurosos veranos en el pueblo de los abuelos. Fue el único en el que coincidimos lo cuatro. Antes y después siempre faltaba alguno y al que no estaba se le echaba de menos, como si a la mesa le faltara una pata.

Mi hermano, el que nos sacó la foto, nos enseñó a marchar -¡izquierda, izquierda, derecha… alto!- con toda la marcialidad de la que éramos capaces. Sueltos por los campos que rodeaban el pueblo, fuimos el comando más audaz y valiente que han visto esos cerros desde que alguien nos contó las hazañas de una tal Viriato. Cada uno tenía un nombre secreto para usarlo en el caso de que tuviéramos que pasar un mensaje en clave. El mío era “comanche”, sacado seguramente de alguna película, esas que veíamos entusiasmados los viernes por la noche en la iglesia del pueblo.

Mi hermano dejó de interesarse por nosotros cuando apareció por allí una de las sobrinas del boticario, pero el comando ya estaba formado y los lazos de lealtad ya eran inquebrantables. ¿Os suena eso de “Uno para todos!... ¡Y todos para uno!”? Pues lo inventamos nosotros, lo prometo.

Teníamos hasta un campamento dentro del encinar que había a la salida del pueblo cerca de la carretera. Nos dio tiempo a construirnos nuestras tiendas de campaña con cajas de cartón, algún tablero viejo y ramas secas. Cada vez que alguien pasaba cerca nos tirábamos al suelo y guardábamos silencio hasta que el invasor se alejaba.

Es curioso. Es la única foto en toda mi vida en la que aparezco con un arma o algo que se le parezca. Nunca me han gustado, ni siquiera por aquel entonces, pero de aquel verano me quedo con aquella sensación de libertad y camaradería. No recuerdo haber vuelto a sentirlas tan presentes.

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