Camino de los dos millones de infectados de coronavirus y más de 138.000 muertos y por encima de los 3.360.000 afectados a causa de la pandemia han debido ser suficientes para convencer a Donald Trump de llevar mascarilla. Eso o la proximidad de unas elecciones en las que se juega su reelección como presidente de la potencia económica y militar del planeta -o la segunda… que yo ya no sé en que posición están los chinos-.
Era cuestión de imagen, decían sus allegados. Pero la realidad es contumaz y tarde o temprano se impone. Primero se cayó del guindo Boris Johnson, el primer ministro británico; hace poco Bolsonaro, el presidente de Brasil, que decía que este mal no pasaba de ser una “gripinha”; una “gripinha” que se ha llevado por delante, de momento, 72.000 compatriotas y con más de 1.850.000 personas afectadas. Son cifras que dan para reflexionar.
Por supuesto que los políticos tienen derecho a equivocarse. Se supone que luego juzgarán las urnas la gravedad deseos errores. Pero se les debe exigir la máxima prudencia y responsabilidad en sus palabras y en sus comportamientos públicos. Y en ese sentido, los mencionados no son precisamente los ejemplos a seguir. Son muchas las personas sobre los que su actitud influye en su comportamiento diario.
Pero, como dic el refrán “A la fuerza ahorcan”.
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