Según parece, cada vez estamos más cerca de encontrar una vacuna contra el dichoso coronavirus. Las noticias son optimistas, aunque con precauciones. Para empezar, precaución por los plazos. La vacuna no va a estar mañana a disposición de todos -y menos en todo el mundo-. Quisiera creer también que el coste real de fabricación y distribución se haga con precios razonables. El virus no distingue entre pobres y ricos, pero unos y otros si se hayan en diferente posición para responder al peligro.
Pero la buena noticia no nos puede hacer olvidar la raíz del problema (de este problema y de los que puedan venir -¡que vendrán!- en el futuro. Cada vez más, y de manera más acelerada, la Humanidad vive más de espaldas a la Naturaleza. La solución a temas como el cambio climático o nuestra vulnerabilidad a pandemias como la presente tiene que ver más con la exploración de una nueva vida en armonía con los reinos animal, vegetal, mineral, por supuesto humano que nos rodean.
No podemos olvidar la raíz del problema. Las soluciones fáciles raramente son las definitivas. Demasiado a menudo los milagros (tener vacuna en menos de dos años lo es) elude la búsqueda de responsables y la exigencia de responsabilidades. A la ciencia tampoco se la puede dejar sola en el reto de superación de la pandemia. Ha de ir de la mano de la ética planetaria.
La palabra vacuna debiera ser despojada de su hálito divino, no debiera tener ninguna connotación mágica. No puede ser freno a la revolución verde y solidara pendiente, refugio de nuestros errores, excusa para eludir las grandes transformaciones que hemos de llevar a cabo. El antídoto sólo no basta. Es preciso remontar al ámbito de las causas. Depositar toda la esperanza en la tentadora vacuna es engañarnos a nosotros mismos, pues de esa forma eludiremos reparar en el verdadero origen de la crisis: las enfermedades infecciosas se multiplican con la destrucción de la Naturaleza.
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