Ayer salía adelante en nuestro país el llamado Ingreso Mínimo Vital, un concepto que ya existe en otros lugares de Europa e, incluso en nuestro propio país -Euskadi, por ejemplo-. Y nace no sin críticas y con muchas incógnitas por despejar. Pero lo hace en un momento en que su implantación se convierte en una herramienta imprescindible si se quieren evitar bolsas de pobreza y situaciones socialmente injustas. Asegurar unos ingresos mínimos en una situación en la que el coronavirus nos ha obligado a parar motores es para mucha gente un respiro -no una solución, pero sí un respiro-.
Lo que choca es que instituciones como la Iglesia, a través del portavoz de la Conferencia Episcopal- haya manifestado su posición en contra. Luis Argüelles, su portavoz oficial, así lo hacía saber el pasado 20 de abril, hace ya un mes, sin que hasta el momento se haya desdicho de sus palabras:
“Pensar en una permanencia de grupos amplios de ciudadanos que vivan de manera subsidiada yo creo que no sería un horizonte deseable a largo plazo para el bien común” (Luis Argüello).
Contrasta esa postura de los obispos españoles con la el propio papa Francisco que ha dejado claro su apoyo a medidas económico-sociales como la aprobada ayer, al menos en su formulación genérica. Pero no es solo el “jefe” máximo de la Iglesia en todo el mundo quien lo apoya; voces otrora tan contrarios a extender las ayudas sociales y a comprometer más gasto público han respaldado en esta ocasión la existencia del Ingreso Mínimo Vital. Los propios seguidores del liberalismo económico más ortodoxo aceptan como imprescindible una medida de política económica “tan” keynesiana.
Quizás -y no quiero pensar mal- la Conferencia Episcopal prefiera tener el monopolio de la caridad en nuestro país, pero esos tiempos quedaron atrás. Entre otras cosas, porque ya no hablamos de caridad, sino de Política Económica y de justicia social.
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