Este fin de semana tiene
lugar en Biarrizt la reunión anual del denominado G7, el grupo de las siete
potencias más importantes del planeta, a la que en está ocasión están invitadas
también Chile y España. La seguridad del evento ha movilizado a 18000 agentes,
entre la gendarmería francesa y las fuerzas de seguridad españolas. Casi nada…
La agenda de la cumbre no
tiene unos puntos concretos. Es la habitual en estos tiempos: La paz mundial,
el riesgo de una nueva crisis económica (la guerra comercial entre Estados
Unidos y China, especialmente), el cambio climático… Temas importantes, sin
duda, los más importantes que imaginarse pueda.
Y tal que hoy hará un año. El
año que viene volverá a reunirse en cualquier otra plácido escenario de
cualquiera de los cinco continentes, con similares temas sobre la mesa. Porque el
motivo real de semejante reunión no es solucionar ninguno de esos problemas, si
no la escenificación del poder; el poder que acumulan esas siete potencias
-económico, militar, cultural, etc.- a la que, en esta edición, han permitido
sentar a su mesa de los ricos a dos países -Chile y España-, para que puedan
presumir de su presencia simbólica en los reportajes fotográficos que conllevan
este tipo de fastos.
Porque el poder necesita
mostrarse periódicamente. Debe hacer ostentación de su existencia, dejar claro
que se tiene y que se está dispuesto a emplear si se tercia; dejar claro que no
se está dispuesto a ceder ninguno de los privilegios detentados y por detentar,
y que si un tercero osa levantar un dedo -si quiera para preguntar un “por qué”-,
ya están los unos por los otros al tanto para mantener las cosas exactamente
como están.
La prueba del nueve es que en
esta ocasión no habrá comunicado conjunto final. ¿Para qué, si no hay nada
nuevo que decir?
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