El
hombre de la gabardina metió el sobre en el buzón. No se percató que le temblaba
el pulso y un poco las piernas al igual que el día que la conoció. Fue todo muy
de repente. A la salida de un espectáculo musical, un tropezón
involuntario, una petición de perdón y disculpa. Una bajada del ascensor de
siete pisos y al final un cortado en el
restaurante más cercano.
Se quedaron con sus teléfonos
y sus direcciones. Aquella noche comenzó a escribirle y escribirle, como si pudieran
empaparse de aquellos ojos marrones y sacar la tinta precisa. Pérdidas las
letras cada momento, se levantaba a buscarlas en el balcón de su casa
intentando vislumbrar una sombra que se pareciera a ella. No podía escribirle.
Quería estar con ella. Llamarla por teléfono le daba miedo de escuchar un
no por respuesta. Decidió enviar una carta con una pequeña tarjeta que decía: "Te espero el domingo a las 18 horas donde el primer café".
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