miércoles, 14 de agosto de 2019

El viejo reloj


No era un reloj cualquiera. Dándole vueltas a la manecilla podía viajar en el tiempo

Después que la pequeña de la familia se había independizado, el tedio, el  aburrimiento, era la sinfonía de aquella casa y  hasta las dos agujas del reloj de la sala parecían estar agotadas de estar todo el día marca que marca, sin que nadie se interesará por ellas para saber cuándo se acercaba la hora en que habían quedado para la tarde. 

Es una lastima, decía Juani -la nieta de la casa- que el reloj esté pachucho cuando le mira para saber si son las cinco, la hora a la que había quedado en la plaza con la pandilla del barrio. Daba igual, tampoco estaba hoy con ánimo de jugar a los juegos de siempre, una y otra vez. Les tenía todo el cariño del mundo, pero comenzaba a hacerse repetitivo, sobre todo en estas tardes de verano, tan calurosas, en las que le apetecía más coger alguno de los libros de sus padres, e incluso de sus abuelos. Los de aventuras eran sus preferidos. Uno de los últimos que había caído en sus manos se llamaba “La Historia Interminable”, que le había deslumbrado, hasta el punto de desear vivir una aventura semejante.

Sea por azar o por intuición, se subió en la silla para poner las agujas del viejo reloj en hora. Con su dedo índice fue desplazando las manijas, hasta que cuando ambas marcaron las 12 en punto… la habitación en la que estaba se desdibujó. Miró a su alrededor y , sin saber cómo, se encontró en un otra habitación, muy parecido al viejo salón de la casa de sus abuelos, pero con las paredes pintadas con un color más claro, los mismos muebles, aunque la tapicería de los sillones y del sofá aparentaban más brillantes, quizás más nuevas.

Se acercó a la ventana; la misma calle, pero los vehículos que la transitaban parecían salido de otro tiempo. Recorrió el resto de la casa. Reconoció cada habitación, pero intuyó que las diferencias no eran casuales. Corrió hasta su habitación, pero se detuvo en la puerta. Abrió con sigilo para no ser descubierta, para encontrar sobre la  cama a una joven, casi seguro de su edad. La reconoció. Era su propia madre, ensimismada en la lectura de otro libro, la persona que había inculcado en ella esa pasión irrenunciable.



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