No, decididamente me niego a
caer en la nostalgia. La nostalgia me lleva irremisiblemente a la añoranza y la
añoranza a la tristeza. Y me niego a abrirle -otra vez- la puerta de mi casa a
la tristeza. Por eso me costó dios y ayuda abrir aquella caja de metal que
encontré en la buhardilla. La reconocí enseguida, claro, dentro del viejo baúl.
En ella alguien -no sé quien, quizás mi madre- había guardado recuerdos de mi
infancia. Pero había que abrirla, no fuera a ser que contuviera, además, alguna
otra cosa de más valor, algún documento importante, vaya usted a saber.
Me sonreí al ver la bolsa de
tela donde guardaba mi pequeña colección de soldaditos de plomo. Se conservaban
bien, con el policromado casi intacto, después de más de cuarenta años allí
acuartelados, desde aquel día en el que apareció tío Ángel con ellos, durante
uno de esos veraneos en la casa de Alicante de las hermanas de mi abuela. Fue
todo un descubrimiento para mí, uno de esos regalos que te cambian la vida. Pero
esa es otra historia…
El resto de objetos no me
causaron tanto impacto. Había por allí un par de odiosos cuadernos Rubio, de
esos que te compraban a principio de cada verano tus padres para que
practicaras matemáticas y ortografía y que, en las tardes de estío, bostezabas
sobre ellos, tratando de espantar las moscas que se posaban cerca. ¿Me lo
parece a mí o las moscas de los sesenta eran más pesadas que las de ahora?
También había un especial de
la familia Ulises en el TBO, absolutamente amarillo, acartonado por el paso del
tiempo. ¿Por qué lo había guardado si mis preferidos eran Mortadelo y Filemón
o, mejor aun, Rompetechos? Capricho, me imagino. Había lápices y gomas de
borrar, duras como una piedra, pero la mayoría sin estrenar, muestra clara del
poco éxito de los dichosos cuadernos de problemas y letras redondilla.
No tiré nada. Al fin y al
cabo, la memoria de la gente es como un llavero con muchas llaves, más llaves
cuantas más vivencias se van acumulando. Las hay de todos los tamaños -de
puertas, de cajones, nuevas, viejas…- y en la medida de lo posible, uno elige
abrir y el paso a unos recuerdos y mantener cerrados otros. A veces el aire
cierra de golpe alguna puerta o alguna llave se parte y se queda atascada en la
cerradura, sin que puedas volver a mirar dentro. Gajes del oficio.
Lo guardé todo de nuevo,
excepto mis recuperados soldaditos de plomo y con un carrete de cuerda que
llevaba en el bolsillo, junto con un rotulador, celo bien ancho y unas tijeras,
volví a cerrar la caja -bien atada ahora-, decidido a no volver a abrirla nunca
más.
Corté un buen trozo de celo y
escribí con letras gigantes y en mayúsculas “NOSTALGIAS”.
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