Han pasado décadas, y aún
quedan secuelas de la guerra de Vietnam -¿qué no quedarán de otras más
recientes?-. Hablamos de guerras y pensamos en los que han muerto. Junto a
ellos, también mueren muchas otras cosas, como son los principios y valores de
vida.
Una de las principales
víctimas de la guerra es la pobreza. Los estados nunca invierten en la
rehabilitación de sus pobres lo que gastan en material bélico.
Justamente en los Estados
Unidos, mientras libraba la famosa guerra en Vietnam, crecían los guetos de afroamericanos
en las ciudades del país. Y en paralelo, los problemas derivados de la
inseguridad, las tensiones raciales, la desigualdad real de derechos, en él ámbito
laboral… circunstancias que también van a dejar su huellas en desequilibrios
sociales y emocionales de toda la sociedad. Los mismos efectos, con las características
peculiares de cada caso, se han ido y se irán percibiendo tras cada conflicto bélico.
Mientras tanto, los políticos
ignoran esta injusticia estructural y prefieren optar por el método liberal de
resolver los problemas: se limitan a bajar las tasas de los impuestos a los
ricos y privatizar los servicios sociales. A estas alturas, debería quedar patente
que sin la solución de los desequilibrios estructurales la espiral seguirá
creciendo. El poder ya no puede legítimamente demandar la obediencia a sus
miembros más desfavorecidos. En esas condiciones, incluso la participación democrática
queda cuestionada.
La conclusión que Martin Luther King entresaca de este tema, y
que esté blog hace suya, parece aun vidente: Nunca más abalaré con mi voto la
violencia contra los oprimidos. Antes deberé exigir responsabilidades al mayor
patrocinador de la violencia en el mundo actual cuál es mi propio gobierno.
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