En la bocatería que hay
enfrente de casa es difícil encontrar hueco a media mañana. Se plaga de
estudiantes y gente del barrio, en busca de esas deliciosas tortillas caseras
tan apreciadas por sus clientes. La calidad/precio las ha hecho famosas, tanto
que incluso viene gente de otras partes de la ciudad al reclamo de su
prestigio. Las mesas se llenan de jarras de cerveza y se escuchan las risas de
la gente, que consiguen imponerse al ruido de los coches que pasan.
Me encanta observar el
espectáculo de idas y vueltas, imaginarme los comentarios, las vidas de esos
comensales que, durante un rato comparten vivencias, inquietudes,
preocupaciones, anécdotas… Pero hay una cosa que me llama poderosamente la
atención. No tiene, quizás mucha importancia, pero os lo cuento por si a
vosotros os pasa lo mismo:
No siempre, claro, pero en
muchas ocasiones, esas improvisadas reuniones terminan en abrazos, sobre todo
cuando de gente joven se trata. Imagino que son estudiantes universitarios o de
alumnos de los institutos cercanos. Se saludan con abrazos y se despiden con
abrazos. Celebran el reencuentro como si de algo excepcional se tratara, aun a
sabiendas que no tardarán en volver a verse. Quizás, incluso, dentro de un rato
en algún aula.
Por la tarde la bocatería
cambia de tipo de clientela. El cafelito, en todas sus variantes, es el
protagonista; y el jubilata el habitual del local. El tono de las
conversaciones baja, como baja su volumen, roto, de tarde en tarde, por el
estrépito de las fichas de dominó al chocar sobre las mesas. Pero no hay
abrazos. O pocos. Quizás los derivados de algún reencuentro de amigos que hace
tiempo que no se ven. Pero no hay abrazos espontáneos. Da la sensación de que
ya están todos dados, que se acabó el cupo que viene de fábrica o que están
reservados para ocasiones especiales.
Quizás la vida nos va limando
la capacidad o las ganas de expresar las emociones, nos va recortando la
espontaneidad. No sé la causa, pero me entristecen las consecuencias.
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