Recuerdo aquella
madrugada como si fuera ahora mismo. Poco más que un mocoso, frente a una
televisión de cuernos, de esas que cuando alguien pasaba cerca de ella, la
imagen se desvanecía y la pantalla se llenaba de nieve gris.
Era el momento
más importante de mi vida, un antes y un después. Quizás el más importante de
todos los humanos, el más importante de todos los vividos y los por vivir. Algo
que poder contar a todo el que quisiera oírlo.
El hombre
llegaba a la luna y, con la ingenuidad de un niño, imaginaba que las guerras y
las calamidades se acabarían de un plumazo. ¿Podía haber en el mundo algo más
importante que semejante logro de la Humanidad? ¿Después de aquello, tendría
sentido pelearse por una frontera, unos kilómetros más allá o más acá?...
Cincuenta años
después todos sabemos más. Sabemos más de la luna, de los viajes por eso que
llamamos “espacio exterior”. Sabemos más de tecnología, de comunicaciones, de
la existencia o no de condiciones de vida –tal y como la concebimos-, etc.
Sabemos más… y
estamos más resabiados. Hemos ganado en experiencia lo que hemos perdido en
ingenuidad. Hoy no es nada fácil encontrar un concepto, una idea, un
pensamiento real que nos una tras él. Yo creo que ni siquiera la prueba
incontestable del hallazgo de vida fuera de la tierra nos llevaría a bajar la
guardia y nos uniría a todos. Incluso ni siquiera la amenaza de esos enanitos
verdes y cabezones, llamados marcianos, armados con pistolas de rayos morados,
conseguiría que nos pusiéramos de acuerdo.
Solo hay un lema
que ha unido, une y unirá a la Humanidad: “Todo el mundo va a lo suyo, menos yo
que voy a lo mío”.
Amén
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