Se dice que hay amigos
mejores que la familia. Y creo que es verdad. La afirmación no se puede
generalizar, pero no deja de ser cierta. Amigos, por tener, los he tenido de
todo tipo.
Aún hoy recuerdo a los amigos
de infancia. De ellos guardo grato recuerdo. Nuestros juegos a la pelota con
balón de trapo en la calle trasera a la
nuestra, que solo tenía la salida de un garaje. Y nuestras aventuras en las
arenas, hoy todo construido, en famosas calles, como Juan Manuel Durán o la
avenida Mesa y López.
Y siempre, ante cualquier
problema con los padres, allí estábamos dando la cara unos por otros. No había
nada de malicia y juntos estábamos despertando a la vida.
De nueve a quince años la
cosa cambia un poco y empiezas a no confiar en todos. Pero recuerdo a algunos
de ellos con especial cariño. La vida nos ha dispersado y no certifico que si
me los encontrase por la calle los reconociera. Creo que todos hemos cambiado
de lugar de residencia. Una etapa crucial con recuerdos entrañables pero
difíciles de concretar ahora.
A partir de estas fechas los
amigos van y vienen. Son como lanzas y flechas que pasan y no sé entretienen.
En la etapa siguiente, la de
la universidad, me encuentro un grupo de gente especial que si forman parte de
mí intimidad. Y que pasados decenas de años nos hemos vuelto a reencontrar,
disfrutando alegremente de nuestros recuerdos y volviéndolos a hacer vivos.
Tampoco habían muerto. Unos a otros nos ayudamos a discernir libremente.
Pasando a mí etapa
profesional lo reconozco: he sido un ingenuo que creyó que su buena intención
de hacer a todos protagonistas del trabajo que yo coordinaba conduciría a una
amistad, donde todos supiéramos echarnos una mano. En mi torpeza angelical creí
que seríamos algo especial. Me olvidé de una famosa sentencia: en el trabajo no
hay amigos, solo compañeros. La gente no te aprecia por lo que tú eres, sino
por la función que desempeñas. Y así me llevé el gran palo. Cuando por diversos
problemas tuve que dejar dicho trabajo no hubo quien se acordara de mí.
Más tarde, en la juventud de
mi madurez, cuando ya había perdido de vista la existencia de la amistad, me
encontré, por azares, de la vida con un amplio grupo de personas a quienes hoy
siento algo más que mis amigos: son mis hermanos. Más hermanos, podría decir,
que los hermanos de sangre.
Y en los últimos años, a raíz
de un cursillo de escritura, he tropezado con otro buen grupo de gente donde
nos valoramos y apreciamos, no por la función que desempeña él otro y de la que
podemos obtener beneficios, sino por ser quiénes somos.
Se dice que hay amigos
mejores que la familia. Y creo que es verdad. Así comencé esta reflexión y así
la termino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario