No hace tanto -pero parece un
siglo…- nos quejábamos del bipartidismo. El partido que accedía al gobierno
imponía su mayoría absoluta y pasaba el rodillo que sus escaños legitimaban,
sin dar prácticamente a opción, propuesta u opinión del resto. Dos o tres legislaturas
después, llegaba el otro partido y era su rodillo el que salía a relucir.
Y así llevábamos años y años
hasta que llegaron esos “nuevos partidos” y el bipartidismo saltó por los aires
–“pasar pantalla para siempre” decían en los medios de comunicación”. Sonaba
bien la música, nos homologaba a la gran mayoría de países europeos donde ya
habían pasado por esa fase hace ya tiempo.
Se decía que, en esta nueva época
de nuestra democracia, los partidos -nuevos y viejos- aprenderían a negociar, a
pactar, a aprender a no imponer la aplicación exclusiva de sus propias
propuestas. Se decía que iba a ser imprescindible dialogar. Se daba por hecho.
Pues eso de momento no ha
pasado. Es más, hay ya quien profetiza nuevas elecciones a la vuelta del
verano. Y el problema es que, si llegamos a eso, es muy probable que no haya
grandes diferencias respecto al panorama de hoy mismo a medio día. Los
pitonisos del tema auguran un descenso en la participación popular. Normal, sería
un serio aviso a los partidos -a los nuevos y a los viejos-.
No parece que, roto el bipartidismo,
los políticos -incapaces de ponerse las pilas en eso de dialogar- hayan
aprendido la lección, pero ya lo dice el refrán: “No la hagas y no la temas”.
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